24. ¿Un nuevo marianismo?

Una muchacha feminista, con el torso desnudo, atravesó rauda la Piazza San Pietro y al grito de “Dios es mujer” intentó usurpar el niño Jesús del pesebre de la Natividad. Hasta allí ha descendido el marianismo del cristianismo antiguo. Hasta ese oscuro y enervado extremismo dialéctico que enarbolan las mujeres de FEMEN.

Contaba Lawrence Gardner que María, la madre de Jesús, tras la muerte de su hijo se trasladó hasta Eritrea, donde se constituyó en la líder del naciente movimiento cristiano, ése al que hoy emulan los exacerbantes pero admirables en su constancia, Testigos de Jehová.

(Imagino, a los cristianos de los tres primeros siglos, caminando con sus crismones y sus yctus de casa en casa, trayendo la buena nueva que a pocos le interesaba, insistiendo en lograr la conquista de las almas paganas).

El marianismo se sostuvo, luego de la llegada de Constantino, por textos apócrifos como el evangelio de María Magdalena, que fue escrito probablemente en griego hacia el siglo II por alguna mujer seguidora de la secta y no por la madre de Jesús. Creo que la versión que conocemos fue traducida del helénico al copto.

Sabemos que el marianismo le otorgaba a la mujer un papel central en la estructura del cristianismo antiguo. El grito de “Dios es mujer” es un regreso, desde la parte errada de las ideologías, a aquellos tiempos en que el alma de una oscura religión se litigaba entre géneros. Hasta allí ha descendido el marianismo, como les decía.

© Rafael Piñeiro-López

23. Cortázar y el sermus generalis

Oscar Collazos, el fallecido escritor colombiano, se dio a conocer sobre todo por un virulento texto crítico, “La encrucijada del lenguaje “, que escribió y publicó en 1969 desde su puesto de director del Centro de Investigaciones Literarias en La Habana (reemplazando a Mario Benedetti, que se iba al Uruguay a fundar el Frente Amplio, movimiento político de los Tupamaros), donde atacaba a intelectuales aliados del castrismo como Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa y Julio Cortázar, por no practicar una literatura comprometida.

Para Collazos, una especie de comisario cultural para las Américas, la revolución se hallaba por encima del arte y de la creación. Vargas Llosa y Cortázar respondieron al ensayo de Collazos, claro. Mientras Cortázar adoptaba en el debate una posición de neutra pasividad, casi auto inculpatoria, Vargas Llosa no aceptaba el condicionamiento de privilegiar al castrismo sobre la palabra.

Es decir, Cortázar abría la puerta y Vargas Llosa la cerraba. (El propio Collazos utilizaría este término durante una conversación, mucho tiempo después, con Darío Henao Restrepo, decano de Humanidades de la Universidad del Valle y que escuché hace tan solo unos días)

El debate con Collazos dejó rumiando a Cortázar en la amargura y la culpabilidad de lo no hecho. Lo he visto en innumerables conversaciones posteriores a ese año de 1969, tratando de justificar aquello de no haber sido un segundo Debrais, es decir, un intelectual de acción. Hasta en entrevistas tan tardías como la que sostuvo en 1983, escasos meses antes de su muerte, en la librería El Juglar del Distrito Federal, se revelaría un hombre que, como si esperase el terrible Sermus Generalis, estuviese dispuesto a acabar con los herejes, a la usanza de Bernardo Guidoni. Lo atosigaba la nostalgia de la revolución inaccesible para un simple escritor hacedor de literatura como él, la ausencia del culto práctico al coraje… y lo aterrorizaba el ego.

El esfuerzo de Cortázar por no ser obviado me recuerda aquella infausta pero simpática anécdota narrada por Andrés Oppenheimer en la que un aterrorizado Armando Hart lo perseguía escaleras abajo gritándole: “Pero yo soy un duro. Dígaselos a ellos, yo soy un duro”, luego de haber hecho algunas confesiones atónicas y escasamente compatibles con la reciedumbre ideológica de una revolución de los humildes y para los humildes.

© Rafael Piñeiro-López

22. Nada radicalmente nuevo

No existe nada radicalmente nuevo. Harold Bloom adjudica este hecho a la poesía, pero la realidad es que es un axioma que puede aplicarse a prácticamente todo: las ciencias sociales, la filosofía, el arte en general. No hay nuevas palabras ni nuevas teorías. Todo es un decursar en círculos interminables que se repiten una y otra vez. A ello se reduce la historia de los hombres.

21. El sentido de la vida

¿Quién de nosotros, sobre todo en estas fechas a punto de expirar el año en curso, no se ha preguntado alguna vez cuál es el sentido de nuestra existencia, cuál es el motivo por el que estamos aquí?

Decía Charles Bukowski, que para aquellos que creen en Dios la mayoría de las grandes preguntas ya han sido respondidas, pero para “los que no podemos aceptar fácilmente la fórmula de Dios, las grandes respuestas aún no han sido escritas en piedra”. Un teólogo cualquiera diría que allí precisamente reside la respuesta; en la fe.

Pero no es tan simple. La visión atea y evolucionista, en mi opinión desesperanzadora, minimiza la gran duda y la rebaja al campo de la biología más elemental. Maestro en ello fue Stephen Jay Gould, quien alguna vez apuntó que “nuestra aparición (la del hombre) ha sido más un accidente tardío y espontaneo que la culminación de un plan prefigurado”. Y agregó “Estamos aquí porque un extraño grupo de peces tenía una peculiar aleta anatómica que pudo transformarse en piernas para que aparecieran las criaturas terrestres”.

¿Creer o no en la evolución de Darwin? Hace unos años ni siquiera me hubiera hecho la pregunta. Aunque más relevante, si damos por hecho que la teoría darwinista es cierta, es cuestionarnos si la presencia de Dios está detrás de ella o si la espontaneidad, tal y como señala Gould, fue la responsable del mundo que conocemos.

Annie Dillar, premio Pulitzer, cuando alguien le preguntó sobre el sentido de la vida, ofreció una visión cristiana y metafísica, quizás a la usanza del principio de la adoración a Jesús, cuando la nueva religión era una secta más mariana que apostólica y se albergaba en los terrenos de Eritrea. “Estamos aquí para ser testigos de la creación y de instigar a ella. Estamos aquí para alabar a quienes nos rodean”.

De modo que, las variantes indagatorias son casi infinitas, incluyendo, claro está, el pragmatismo occidental. Ya lo decía Arthur C. Clarke, “Si perdemos el tiempo en busca del sentido de la vida, es posible que no nos sobre tiempo para vivir”.

Esto último no aplica, sin embargo, para un barbero neoyorkino de nombre Frank De Onofrio, que motivado por esa curiosidad intelectual de la que John Updike hablaba, se ha estado preguntando el “por qué estoy aquí” casi toda su vida. Pero como bien dice “Nunca nadie me dijo nada”. Yo, al igual que De Onofrio, tampoco he logrado que alguien me responda.

© Rafael Piñeiro-López

20. Nuestro déspota ilustrado

Durante la década de los sesenta, muchísimos intelectuales provenientes de todas partes se dedicaron a agraciar a la figura siniestra del dictador Castro, atribuyéndole una cualidad inexistente, quizá como respuesta a esa necesidad contumaz que tenemos los hombres de escudriñar héroes magníficos y majestuosos. Quisieron convertir a un sátrapa común en erudito modélico, en sabio pensador y hombre probo y docto.

Escritores y bardos, pensadores, filósofos, teólogos y lingüistas, científicos e investigadores, todos aunados por una meta común, la de proponer a la figura de Fidel Castro como líder intelectual del mundo nuevo, no hicieron otra cosa que validar la dura brega de intelectuales orgánicos a la usanza de Regis Debray, aquel  alabardero de la lucha guerrillera, o del no muy versado Oscar Collazos, uno de los más radicales defensores del castrismo, o de Hans Magnus Enzensberger, a quien le apetecía que los representantes del viejo sistema agonizaran.

Fue así, entonces, como el siniestro Castro de perfil griego y ropas de color olivo, terminó transmutándose en el caudillo estoico y sabio que las revoluciones necesitan, que sus forofos idolatran y que sus adversarios consideran.

Este fenómeno, entre cubanos, adquirió sus dimensiones más exageradas. Los muchos que lo apoyaban (y que lo apoyan) blandearon la bandera del héroe extraterrenal, especie de semi Dios beneficiario de los favores celestiales (a la hora de alabar al dictador de turno el materialismo no es más que una molesta pose), capaz de redimir a toda una nación y al mundo. Pero es entre sus antagonistas que el hecho adquiere ribetes de un surrealismo atroz.

Escuchaba hace unos días al ya fallecido Octavio Paz, en una de sus muy frecuentes charlas con Héctor Tajonar durante aquellas grabaciones de Televisa en 1984, emplear el término “déspota ilustrado” y entonces me percate de que era la definición perfecta con que los enemigos cubanos de Castro visualizaban a su terrible némesis. Una especie de validación, quizás a regañadientes, de que aún en los más viles hay alguna virtud. Pero el falso reconocimiento implícito por parte de los enemigos del castrismo no responde, me parece, a un ejercicio práctico de admisión, sino a ese mal que ha lastrado a la nación cubana desde tiempos inmemoriales y que puede catalogarse como una especie de excepcionalismo criollo.

“Nuestro tirano es el más malo, esplendoroso e inteligente de todos”, es una máxima probablemente justificatoria, pero también ejercida desde la más absoluta certidumbre. “El tipo es un diablo”, “Fidel vino de los infiernos”, “Castro era brillante, pero usó su genialidad en hacer el mal”, son enunciados usuales que no hacen otra cosa que agigantar la figura del sátrapa común, encumbrándolo a un sitial que ni de lejos podría pertenecerle.

¿Cómo podría, por supuesto, cotejarse al Fidel mediocre y fracasado, con Alejandro Magno, a quien el oráculo de Amón le habló y le mostró al Dios abrazando a su madre? ¿Cómo con el franco Carlomagno, quien decapitó en una noche a cuatro mil quinientos sajones, pero fue mecenas de las artes, intelectual y teólogo? ¿Cómo con el magnífico Ciro, el liberador de los judíos, o con Darío el grande que construyó el canal de Suez y levantó cada piedra de Persépolis?

Nuestro déspota ilustrado no es más que una ilusión perpetua.

© Rafael Piñeiro-López

19. The Piano

Ada McGrath es como un pequeño animalillo salvaje, que se defiende con gesto hosco de los depredadores que la acechan y que se entrega a sus instintos sin medir las consecuencias. Hay algo apasionante y al mismo tiempo desagradable en ella. Pero también despierta nuestra conmiseración y exige, con esa naturalidad que suele imponer la propia vida, respeto y simpatía.

Su rebuscamiento nos desborda, como esos cauces bravíos que desafían las fronteras y los márgenes naturales impuestos por Dios (¿qué duda cabe?) y terminamos, permítanme que les diga, abochornados de lo pequeños y miserables que lucimos ante una fuerza de tan descomunal presencia. Pero no es solo Ada, por supuesto. También se trata de Holly Hunter, ¡Ay Holly! que bordea aquí uno de los performances más formidables y gloriosos que alguna vez hayamos visto.

Termino de ver The Piano, y a pesar de sus imperfecciones, lanzo un réquiem por el alma de Jane Campion, iluminada en esos días como si se tratase de una virgen profética que intuye que el futuro y la vida han pertenecido siempre al animal que somos.

17. Sobre las revistas literarias

Usted puede hacer una revisión continua de las 20 revistas de literatura, por ejemplo, más importantes en lengua inglesa, y pasará trabajo para descubrir entre sus páginas cierto ápice de sentido común. No solo los textos se han contaminado de ese activismo social tan en boga en estos días, sino que la calidad de la ‘litterae’ expuesta es mínima, irrisoria incluso. Hallar poesía actual de calidad es casi un imposible. La prosa de ficción navega cauces parecidos. Se ha perdido, quizás, la emoción y la belleza. Sobre las revistas de literatura en español, puedo decirles exactamente la misma cosa.

16. Christmas

Christmas tiene el significado, me parece, de rescatar la certidumbre acerca de la vida y su belleza. El viejo Claus, les digo, representa el último bastión de esperanza en la humanidad. Una vez sobrepasada esa línea que demarca los contornos imprecisos de la inocencia, nos queda solo el cinismo.

15. «Golpea al judío y salva a Rusia»

Borges solía definirse a sí mismo, en las contadas ocasiones en que desbordaba el ámbito de la literatura, como “conservador, no antisemita y anticomunista”. Eso quiere decir que Borges entendía que cualquier aproximación a la vida común o política, al universo extra literario, debía acotarse en términos ideológicos. Y es curioso que utilizara el término antisemita para referirse a los enemigos de Israel y del pueblo judío, cuando en realidad podía haber echado mano a la definición de Leon Pinsker, “judeofobia”, más certera que el dictamen de Wilhelm Marr.

La referencia a Borges me parece necesaria, porque la selección de términos que hacía el maestro puntualizaba lo que, para él, más allá de los contornos de la creación, tenía validez y era relevante. Más de treinta años luego de su muerte, pocas cosas han cambiado. Y no importa demasiado, en realidad, que la definición primaria utilizada por Borges haya sido “antisemita”, a pesar de la vaguedad y de la imprecisión del vocablo, porque terminamos comprendiendo que el maestro se refería a ese sentimiento milenario que se centra en el odio al judío y a la nación de Israel.

Vivimos tiempos en que aquel slogan eslavo de “Golpea al judío y salva a Rusia” sigue atesorando una actualidad realmente pasmosa. La judeofobia, cosa antigua, cuasi bíblica según Charles Journet (Recordemos aquel pasaje del Génesis 22 en que Abimelev, rey de Guerar en el Neguev, le dice a Isaac: “Aléjate de entre nosotros, porque has prosperado a costa nuestra”), continúa perpetuándose en todas las instancias, no solo en las naciones árabes y del medio oriente, sino también en asociaciones y academias globales como la ONU y sus diversas ramificaciones.

El escandalillo que ha suscitado la decisión de los Estados Unidos de reconocer oficialmente a la ciudad de Jerusalén como capital de Israel, y la votación posterior de las naciones rechazando tamaña herejía, simulando el horror del Bojadí ante el fantasma de Zaid, no es otra cosa que un émulo sórdido y entusiasta de las quemas de libros y de las conversiones forzadas del pasado. El mundo se apresta a guillotinar, una vez más, la cabeza de los nietos de Isaac.

Poco ha avanzado hacia cauces mejores el sentimiento anti judío que, hace ya 23 siglos, echaban a rodar los virtuosos del helenismo alejandrino. Aún sobreviven los espíritus terribles de aquellos intelectuales romanos que impulsaron la judeofobia en el imperio: Séneca, Quintiliano y otros. Los fantasmas tenaces de Juan Crisóstomo y San Agustín siguen medrando entre nosotros, señalando con severidad teológica al judío “miserable y asesino”.

La votación cobarde y desdichada en los amplísimos recintos de la ONU, amparada en un presunto sentimiento de seguridad que jamás ha existido desde la neo creación de Israel en la post guerra, es el recordatorio del odio punitivo hacia el hebreo y también, no podemos negarlo, del antiamericanismo alborozado y colorido que ya nos describía el fallecido Revel, exacerbado ahora tras la llegada al poder de la administración Trump. No importa cuánto se pretenda justificar el motivo, las razones las sabemos.

© Rafael Piñeiro-López

 

14. Breve nota sobre The Dark Horse

Los seres humanos somos perfectibles. El acto bondadoso de la redención nos hace nobles y buenos. Tal reconquista puede llegar a ser un episodio transitorio o, muy por el contrario, el verdadero motivo de la existencia. Recuerdo que mi primo Miguelito desandaba las calles de La Habana envuelto en sus sueños de ser un gran pintor, y en períodos de crisis los ojos de los otros despedían rayos aterradores de fuego que provocaban explosiones e incendios allí donde miraban. Algo de ese fuego rodea a Genesis Potini, el ajedrecista bipolar que James Napier Robertson nos muestra en su “The Dark Horse”, personaje real sacado de las mismas entrañas de la locura. Su historia de manumisión es un reflejo de lo que todos somos: espejo de Borges al fondo del corredor oscuro en aquellas noches de conversación con Bioy Casares, panóptico inescrutable de Bentham, onirismo gótico de Mary Wollstonecraft.

© Rafael Piñeiro-López

13. Sinterklaas

Llegamos hasta el patio de la escuela de Rafe, adornado con una sencillez y una eficacia sorprendentes como si se tratase de una pintura de Ad Reinhardt, para ver el show de Christmas que los profesores preparan con sus alumnos cada año. Y bien, una tarima precisa con fondo azul, las sillas para invitados bajo un toldo blanquísimo que reluce al sol, el pasto verde recién cortado… Y los niños cantando y declamando. ¡Ah, esa inocencia que lo tiñe todo, que contagia! Y luego el Santa Claus, último bastión de esperanza en la sobrevivencia humana, repartiendo regalos antes de que las ilusiones se conviertan en minúsculos y desfasados recuerdos.

Al menos ellos han tenido sus Elfos y sus viejos pascueros. Nosotros no. Nosotros nunca. Ya sobrará el tiempo de crecer y de atisbar de cerca todo el horror de la existencia. Y los milagros. Los milagros que también suceden. ¡Ya habrá tiempo de saber de los milagros, claro! Se lo recuerdo a Rafe. Y el salta alegremente, de un lado a otro, como si el existir en las mañanas del patio de la escuela no fuera a terminar jamás. Quizás lleve razón. Eso espero. Eso quiero.

¡Ah, la vida se hace tan corta! Todos debemos de tener un Sinterklaas, esa criatura de Thomas Nast, para poder evocarlo cuando pensemos que la desesperanza nos alcanza. La vida es un detrito, muchas veces, y merecemos algo más. A ello se reduce mi existencia, a que mis hijos recuerden esa tarima azul y el blanquísimo toldo que refulge bajo el sol, más allá de la transitoriedad de la niñez, más allá del enclave salvatorio y final que representa Claus.

© Rafael Piñeiro-López

12. Una ceguera luminosa

De las conferencias dictadas por Borges y que yo he tenido el placer de escuchar o de leer, no recuerdo ninguna más brillante ni perfecta que aquella en la que habla de su ceguera. Una ceguera amarilla-verdosa-azulada y luminosa. Una ceguera que contradecía a Shakespeare y que cargaba a cuestas con estoicismo admirable.

Libros en blanco, libros sin letras… Emociona escuchar al viejo Borges rememorar sus años como sostenedor de un legado, el de la biblioteca nacional, de la cual se convirtió en el tercer director ciego, cosa asombrosa y peculiar, sin dudas. Emociona escuchar a Borges decir que, tras haber perdido el mundo visual de los libros, podía disponerse a recuperar el mundo de sus antepasados. Un hombre bueno, Borges. ¡Y un hombre superior, he de decirles!

Y cita a quien según él son hombres incomparables a cuya sombra no puede arrimarse, aunque nosotros sepamos que no es cierto, porque Borges pertenece a la cofradía de los imprescindibles. “He enumerado suficientes ejemplos; algunos tan ilustres que me da vergüenza haber hablado de mi caso personal”. Recuerda a Homero y su mención por Wilde, y nos habla de Milton y su ceguera voluntaria en defensa de la libertad. Rememora a Tamiris y su lucha agreste con las musas, a Prescott, a Groussac, a Joyce, todos amigos de la oscuridad. Y asegura, en otro orden de cosas, que Fray Luis de León es el poeta español más grande.

Termina Borges afirmando que la ceguera es un don y cita a Goethe, justo antes de finalizar la charla, en aquel verso tremendo “Todo lo cercano se aleja”, como para que nunca olvidemos que el fin nos corresponde a todos y que el reino de las sombras nos espera.

© Rafael Piñeiro-López

 

11. El horror no existe

El horror no existe. Nunca existió. Todo ha sido un sueño vaporoso creado por algún mefistofélico aprendiz de brujo que nos hizo atisbar lo inexistente y nos hizo escuchar lo que jamás se pronunció. No murieron aquellos soldados, asesinados de noche en el cuartel Moncada por las hordas de ladrones de carros de Artemisa. Quizás estos tampoco existieron, en fin de cuentas. Ni la Cabaña y los disparos al amanecer, ni las ejecuciones de Guevara, ni los ahogados en las aguas del estrecho, ni los aviones derribados, ni las guerrillas, ni las turbas, ni el discurso del odio con que nos despertaban cada mañana. Todo yace en la bruma y el tiempo borrará lo que algún día pensamos que había sido real. No existe nada. El horror nunca fue. Tampoco los esclavos que gritan felices por la bota del amo, que saltan y que culpan a los otros y que vuelcan el odio inoculado en las escuelas sobre aquellos que sostienen la vergüenza, la escasa vergüenza que nos caracteriza. El horror no existe. Nunca existió.

©Rafael Piñeiro-López; Diciembre del 2014

10. Nacimiento de Stalin

Hoy se cumplen 139 años del nacimiento de Iosif Vissarionovich Stalin, me recuerda la poeta Margarita García Alonso, quien con certeza lo califica como “uno de los mayores hijos de puta de la historia de la humanidad”. Stalin, al menos, fungió como cisma del romanticismo intelectual de la primera mitad del siglo pasado, aquel que solía adorar a la revolución soviética. Mientras Miguel Hernández cantaba “Ah, compañero Stalin: de un pueblo de mendigos / has hecho un pueblo de hombres” o Nicolás Guillén decía “Stalin, Capitán, / a quien Changó proteja y a quien resguarde Ochun”, millones de hombres morían de hambre en la helada Siberia. Mientras Rafael Alberti escribía tras el deceso del tirano “No ha muerto Stalin. No has muerto. / Que cada lágrima cante / tu recuerdo” y Neruda sollozaba “Frente al mar de la Isla Negra, en la mañana, / icé a media asta la bandera de Chile”, el comunismo ruso avasallaba a su pueblo y asesinaba a sus enemigos.

El temprano cine soviético convenció a Borges de que aquel horror se convertiría en el reflejo del zarismo, pero aún más eficaz. En las joyas de Eisenstein los enemigos no encontraban condescendencia. Un signo claro. Ignacio Silone, Manes Sperber, Milosz, Aron y Koestler eran excluidos de la vida intelectual parisina por su oposición al estalinismo. Fueron dignos. Roberto Bolaño, muchos años después, diría que se podría hacer una antología infame de Neruda, a propósito del Canto a Stalin. El sanguinario georgiano ha significado una especie de línea moral que divide, en términos éticos, a los intelectuales de la última centuria.

Y ante las peligrosas revisiones de la figura sarumánica de Stalin, esfuerzos inquietantes como el de Natalia Narochinitskaya, siempre existirá un Shentalinski que nos recuerde cuanta maldad emergió de aquel nefasto líder y su paraíso proletario.

©Rafael Piñeiro-López

 

9. Dos intercambios

Los grandes escritores tienen, en ocasiones deleznables, que enfrentarse al acoso de seres literariamente inferiores, intelectualmente minúsculos que, sin embargo, aprovechan la cercanía de estos superlativos hombres (o mujeres) para derramar la ponzoña de un slogan político o de un concepto fútil. Todo en aras, por supuesto, de empinarse y colar la cabeza entre sus semejantes, y así hacerse notar y sentirse celebrados e importantes.

Hay dos intercambios, en este sentido, que me parecen extremadamente disfrutables. El primero de ellos ocurrió en 1973, cuando Jorge Luis Borges se opuso al concepto de “latinoamericanismo” literario que el escritor venezolano Adriano González León esgrimía con disciplina partidista. El humanismo de Borges desarmó la falsa compasión y el encendido verbo de León. El otro emparenta a Roberto Bolaño con una desconocida y desagradable Rosa Olea, quien con acento cuico-proletario le recriminaba al autor de “Los Detectives Salvajes” su falta de interés en la “literatura chilena”. “Me tienes harto con la infamia con que reduces a los escritores a un país” le espetó Bolaño para dar por terminado el intercambio.

Y traigo este par de hechos a colación a propósito de una acertada aclaración que hoy hacía el escritor Jorge Vergara a uno de mis escritos. Ojalá sirva la invocación de la diosa Mnemósine como testimonio irrevocable de que a pesar del tiempo, no todo está perdido.

© Rafael Piñeiro.

 

8. La Mesalina criolla

La literatura escrita por cubanos, así, sin especificaciones, es en el Sur de la Florida (¡y más allá!) una Mesalina adúltera y ambiciosa, provocativa y voraz, que juega con el espíritu bifronte e impreciso de unas normas morales que ya no existen. El neo castrismo ha inmunodeprimido el espíritu salvaje y probo que debe de caracterizar a la rebeldía y la justicia. La honestidad intelectual “boquea”. Es decir, se vocifera aún, pero desde la comodidad de quien se sabe realizador de un trabajo como otro cualquiera. Cuesta creer en la existencia de los buenos y de los íntegros, pues todos se asemejan al espíritu del Doppeltgänger de Jean Paul. Ha terminado por imponerse la esquizofrenia del culpable, en detrimento de la víctima mancillada. Es la hora de la Pepa, del jolgorio y de la fiesta, de las indefensiones y del doble discurso. Al menos el castrismo no tiene doble cara. Más peligroso es la diatriba de aquellos inescrupulosos capaces de vender su alma al diablo. Y es que nada es más terrible que la deshonestidad intelectual. Sus implementadores suelen acarrear a las masas con idéntica gracia que el pastor a las ovejas.

© Rafael Piñeiro-López

 

7. Apuntes sobre una entrevista a Bolaño

Cuando el difunto Pedro Lemebel le afirmó al también difunto Roberto Bolaño que la radio jugó un papel importantísimo durante la dictadura de Pinochet para el posterior restablecimiento de la democracia, citando específicamente a Radio Cooperativa y a Radio Umbral como prístinos ejemplos, no hacía otra cosa que reconocer, aunque se tratase de una aceptación no intencionada, que el terrible régimen de Pinochet permitía lo que jamás permitieron las recias y toscas dictaduras comunistas de la Europa oriental y del castrismo. El dedazo de Lagos es el vívido testimonio de tal cosa.

El gran mérito de Roberto Bolaño, en aquella emblemática entrevista radial con Lemebel, fue el de no dejarse despeñar por los peligrosos riscos del voluntarismo político, a pesar de haber sido, probablemente, lo más fácil. El escritor regresaba a la feria del libro de la Estación Mapocho y en algunos sectores del ámbito literario chileno parecía prevalecer el revanchismo, a pesar de los años transcurridos tras la derrota de Pinochet en el plebiscito. Ni exiliado, a pesar del encarcelamiento de ocho días en Concepción, ni partidista, ni alabardero de los proyectos culturales de la Unión popular. Un hombre digno y, sobre todo, un creador soberbio.

“Lo peor era que esta gente no tenía siquiera talento. Todo era una especie de compadrazgo donde unos apoyaban a los otros” dijo Bolaño refiriéndose al panorama cultural chileno en tiempos de la Unidad Popular, a lo que Lebemel, ripostó:
“Pero cuando tú dices ‘esta gente’ hay como un dejo despectivo, también ¿no? Y pienso que mucha de esa gente ya no está”
“No, e incluso muchos de ellos supongo que murieron o que salieron de exiliados. Pero el sufrimiento no añade valor literario a una obra. El valor literario a una obra se lo pone el escritor”. El remate de Bolaño fue tan fantástico como sus textos.

© Rafael Piñeiro-López

6. Borges

Entre todos los grandes escritores hispanoamericanos de las décadas de los sesenta y setenta, que para aquel entonces ostentaban un estatus de celebridades estentóreas y superlativas, ninguno poseía más carisma que el parco ciego de Buenos Aires, el majestuoso Borges de hablar atropellado y maneras exquisitas de señor. ¡Ah, podía Borges desollarte cercenando tu yugular, y apenas si te percatabas! Ningún otro lograba el encanto, a la manera de Borges, de hacer que quisieras amar a la literatura como se aman las mujeres hermosas. Ni Carlos Fuentes, con su charrería política y demagógica, ni el amanerado Octavio Paz y aquel descreimiento que cargaba consigo a todos lados, ni el Vargas Llosa de verbo aflautado y juvenil. Ni siquiera Cortázar, un hombre errado, pero bueno que decía desconocer el final de cualquier obra que acometiera, o el Rulfo tan parco como sus textos o el Sábato pragmático y calculador. Entre todos los grandes, en cuanto a elocuencia discursiva me refiero, ninguno como el ciego Borges de hablar bonaerense atropellado y vital.

5. Silence: La mudez del dolor

El hombre, luego de caminar entre rocas resbaladizas sosteniendo a duras penas su cíngulo pardo, musitando probablemente el Ad maiorem Dei gloriam, se arrodilló a los pies de la corriente del riacho. Su rostro, trémulo y ajado, fue reflejo en el agua iluminada por la claridad del sol de Nagasaki. Y luego, de repente, el ceño se convirtió en Jesús torturado, mortuorio pero vivo, vigilante e impenitente. Borges nos decía que los místicos, en análogo trance, prodigan los emblemas para significar la divinidad. Rodrigues solo pudo reír a carcajadas.

Una de las obsesiones creativas del realizador Martin Scorsese fue la de llevar a la pantalla grande la novela Silence, de Shûsaku Endô, uno de los escritores japoneses más relevantes de la generación de la post guerra. Para ello, el mítico realizador escribió un guión a dos manos con Jay Cocks, colaborador habitual que, siempre engrandecido por raptos de lucidez, le ayudó en el paritorio de un par de obras esenciales: “The Age of Innocence” y “Gangs of New York”.

“Silence” narra los esfuerzos de la orden católica franciscana por cristianizar al Japón, cosa que lograron con éxito en ciertas regiones de Nagasaki, justo antes de que el shogunato Tokugawa prohibiera la labor de los seguidores de Juan Ignacio de Loyola. Luego de la proscripción, los kakure kirishitan fueron martirizados y perseguidos.

Endô coloca a los dos ‘héroes’ de su historia, los padres portugueses Rodrigues y Garupe, en fecha posterior a 1620, cuando la apoteosis del hostigamiento a los cristianos conversos se llevaba a cabo. Y es aquí donde a la visión compasiva y voluntarista del catolicismo de Scorsese, se opone el pragmatismo nipón, donde nada trasciende lo humano, ni siquiera el alma de los dioses. Mientras Garupe se convierte en un héroe de la fe, el padre Rodrigues revive el sufrimiento del Cristo.

Scorsese, el más cinéfilo de los cineastas norteamericanos, intenta emular (a la vez que rinde pleitesía), las imágenes límpidas y espléndidas de Kurosawa; sus formaciones militares, la entrada en burro del padre Rodrigues a la aldea donde moran muchos de los kakure kirishitan, las filas de futuros mártires, empobrecidos y miserables, adornando el centro de las plazas… Pero Scorsese, en su afán por abordar de lleno una historia que, sin dudas, le apasiona, comete el error de precipitar todo el primer cuarto del relato, creando una entelequia deficitaria, donde hasta muchas de las actuaciones se resienten por la premura. Ya luego retoma el pulso con la parsimonia tan común a los grandes creadores.

En la narrativa, Rodrigues es un Cristo fallido que, sin embargo, sigue siendo un hombre bueno y compasivo, pues la divinidad, parece decirnos Scorsese, no es en realidad un atributo de los hombres. Kichijiro, por ejemplo, es Judas, que vende a Rodriguez en más de una ocasión, pero siempre vuelve para pedir el perdón de Dios allá en los cielos. El inquisidor Inoue, en su iluminada crueldad, en su sapiencia oriental, es una especie de exquisito Poncio Pilatos que, a diferencia del gobernador de Judea, alcanza el cometido de doblegar a su enemigo.

El imperio del sol naciente es un manglar, un pantano donde no hay planta nueva que germine o que florezca. Es un concepto presente a lo largo del filme que justifica y valida el fracaso del padre Ferreira, de Rodriguez y Garupe, de los franciscanos todos. La evangelización se hace imposible allí donde impera lo humano. El budismo es un ejemplo vivo, pues suprime el sacrificio teatral por el pragmatismo de la espiritualidad antropológica. El catolicismo, en cambio, se alimenta del dolor de sus creyentes. (“El precio para tu gloria es su sufrimiento”, le dice el traductor a un altivo Rodrigues que se empeña en no claudicar públicamente al ejercicio de su fe).

En todo caso, la epistemología sobre la cual se regodea “Silence”, parece responder a un cuestionamiento muy simple (y al mismo tiempo muy complejo): ¿Cuánto pesa el amor por la vida? ¿El sacrificio por un Dios? ¿Renunciar a la fe por salvar la vida de otros no es, acaso, una reafirmación de esa propia fe? Responder a estas preguntas desde una perspectiva humana y no sacra, podría quizás aliviar el sufrimiento de Rodrigues, quien tuvo que cargar sobre sus hombros el peso terrible de la traición, mientras amparaba la vida de aquellos que ya habían ofendido la existencia al hijo de un Dios tan lejano como extraño.