Una muchacha feminista, con el torso desnudo, atravesó rauda la Piazza San Pietro y al grito de “Dios es mujer” intentó usurpar el niño Jesús del pesebre de la Natividad. Hasta allí ha descendido el marianismo del cristianismo antiguo. Hasta ese oscuro y enervado extremismo dialéctico que enarbolan las mujeres de FEMEN.
Contaba Lawrence Gardner que María, la madre de Jesús, tras la muerte de su hijo se trasladó hasta Eritrea, donde se constituyó en la líder del naciente movimiento cristiano, ése al que hoy emulan los exacerbantes pero admirables en su constancia, Testigos de Jehová.
(Imagino, a los cristianos de los tres primeros siglos, caminando con sus crismones y sus yctus de casa en casa, trayendo la buena nueva que a pocos le interesaba, insistiendo en lograr la conquista de las almas paganas).
El marianismo se sostuvo, luego de la llegada de Constantino, por textos apócrifos como el evangelio de María Magdalena, que fue escrito probablemente en griego hacia el siglo II por alguna mujer seguidora de la secta y no por la madre de Jesús. Creo que la versión que conocemos fue traducida del helénico al copto.
Sabemos que el marianismo le otorgaba a la mujer un papel central en la estructura del cristianismo antiguo. El grito de “Dios es mujer” es un regreso, desde la parte errada de las ideologías, a aquellos tiempos en que el alma de una oscura religión se litigaba entre géneros. Hasta allí ha descendido el marianismo, como les decía.
© Rafael Piñeiro-López