A propósito de ese acto de valor tan conmovedor e infausto:
Cercados en esa especie de ciudad de Dite, la que alberga los últimos círculos del infierno, fueron asesinados, sin que la gloria y la decencia militar que debe observarse ante los hombres fuertes y valientes hiciese aparición, Óscar Pérez y el pequeño grupo de rebeldes que desafió al régimen del déspota Maduro y sus secuaces de La Habana.
Ha sido una gesta trágica, como todas, la de este militar honroso que creyó que con su ejemplo podría arrastrar a un pueblo a la senda de los antiguos romances liberadores. Olvidó que el envilecimiento es cosa frecuente entre la plebe. Y así murió, ultimado por las balas de la dictadura y por la apatía cobarde de las víctimas que, en estos casos de socialismos redentores, no dejan también de ser cómplices entusiastas y abnegados.
Pero con Pérez se salva la memoria de Venezuela entera. Nos dice Borges en El Aleph que dilatar la vida de los hombres es dilatar su agonía y multiplicar el número de sus muertes. El joven Óscar, en su premura admirable, no supo cómo esperar a ser devorado por el Hades de la fatalidad y el entreguismo. Emuló a Alejandro Magno, aquel que quiso ser Diógenes en su muerte y al bravo Temístocles, que derrotó a Jerjes en Salamina.
Ser testigos del cruel final de Pérez y sus hombres, escuchar sus palabras, llorar junto al padre joven y el idealista militar, será un episodio inolvidable para aquellos que cargamos la vergüenza de las cosas infaustas y dolorosas. Y, sin embargo, hay una cierta dicha, un remanente de esperanza y fe en el animal que somos, como si las antiguas gestas atesoraran aún algún valor.
Nunca más justos y oportunos estos versos de Virgilio, atribuidos a Eneas, que rezan la alegría del dolor de esta manera: “Tres veces y cuatro veces, ay, bienaventurados / cuantos hallaron la muerte bajo las altas murallas de Troya, / a la vista de sus padres”. El joven Pérez, padre y militar, ha dejado una huella en su paso por la vida, sabiendo ser héroe aún en la muerte.
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