El castrismo, en su perpetuo afán por controlar y mantenerse en el poder en Cuba, ha ejercitado durante más de medio siglo una filosofía dicotómica que se adapta a la idiosincrasia nacional con perfección. Quien obvie la influencia de la etnografía criolla en la supervivencia del castrismo, anda por mal camino.
Probablemente esta dicotomía no habría funcionado en cualquier otro lugar. O quizás sí. Pero la puesta en escena del colectivismo cubiche, de una eficacia cuasi absoluta, ha convertido a la Cuba sandunguera e irresponsable en ejemplo clásico de cómo ofrecer pan y circo a una masa nacionalista que también, por supuesto, puede lanzar consignas y ser estoica.
Hay en la Cuba de hoy una interpretación “epicúrea” de la vida, donde el desinterés total por la política sumado al gozo del momento, prima en la conciencia nacional. La sociedad cubana en general es nihilista. Su moral parte del nihilismo; del “nihilismo ético” al que Viktor Frankl se referiría en su “Psicoanálisis y existencialismo”.
Ha sido el triunfo del placer como fin supremo. Placer que según los estándares criollos, se configura en torno a una modesta celebración bailable y musical o al simple ejercicio de la especulación personal. Y es que no puede aspirarse a una dictadura totalitaria de alcances longevos en una población con estándares más encumbrados.
Por otro lado ha sido el estoicismo piedra angular en la conformación del nuevo carácter nacional. El destino está escrito y el hombre no puede hacer nada para cambiarlo. El destino es el socialismo revolucionario. Al abandono epicúreo de las masas se antepone la capacidad de sacrificio de Spinoza: hay que soportar los avatares de la existencia.
Ese carácter estoico, tan blanco, tan eslavo, tan sajón, ha sido el complemento perfecto para la apoteosis del Estado, para el relativismo hegeliano que ha permeado cada estamento de la sociedad cubana y que amenaza (¡cómo no!) con arrastrar hacia el abismo a las generaciones venideras.