
“Blood Simple” es una preciada pieza de cine negro que, desde su abstracción de ópera prima, revela lo que sería en un futuro el estilo inconfundible de los hermanos Coen. Poco puede hablarse del cine norteamericano en los últimos treinta años sin mencionarlos. Han construido un legado que es reflejo de la figura imaginaria (y real) de la América mítica. Blood Simple es tan solo un ejemplo inaugural de la encomienda de Hammett, que luego mutaría hacia rincones más exquisitos y turbios, viscerales y baldíos, como en aquella “No country for old men” o en esa otra “The man who wasn’t here”.
En realidad, merecen los Coen todo un ensayo que les haga justicia. Toda una loa entusiasta a la excelencia. Mientras, resulta razonable personalizar las alabanzas a la Frances McDormand de siempre o a ese talento subvalorado que siempre ha sido M. Emmet Walsh. Ellos, mujer traidora y fatal y detective corrupto y execrable, colorean esta historia a la usanza de los viejos maestros y les entregan a los hermanos Coen su primera victoria, luminosa y fulgente, sobrecogedora y vital.
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