Sanjuro posee una estructura argumental similar a su predecesora Yojimbo. Un samurái solitario, pícaro, habilidoso y desafiante, que sacrifica su inteligencia y vida en pos de ayudar a los más desvalidos en la historia. Pero aquí predominan más el regocijo y los espacios luminosos, contrastantes con la “suciedad” visual de Yojimbo. Si la primera mitad es ligeramente titubeante, el tramo final no puede ser calificado como otra cosa que brillante. Al sobrio realismo de Harakiri, la cinta de Kobayashi, el artificio imaginario de Sanjuro. Además, es otra oportunidad de regocijarse con los mejores y más emblemáticos actores que hayan nacido en el Japón alguna vez: Toshiro Mifune y Tatsuka Nakadai.
El leit motiv de Kurosawa vuelve a estar focalizado en la influencia capital del samurái, como figura metafórica, en la vida diaria y sus sucesos trascendentales, lo que no es más que la preponderancia histórica del líder como maestro y salvador, como acarreador de masas en pos de dibujar los hechos del futuro. Posee una lectura política y filosófica que no debe de ser pasada por alto: Al individualismo de Yojimbo y la esencia comunitaria de Kikuchiyo, Kurosawa antepone en esta Sanjuro un espíritu intermedio, donde el maestro redentor, hombre repleto de defectos y miserias, guía a los otros a la implementación de la justicia. Liberalismo, democracia representativa y socialismo, tres amarraderos a los que Kurosawa ata su barca.
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