Toda la obra de Ridley Scott, con sus altos y bajos, ha sido un continuo soliloquio acerca de los alcances de la vida y las fronteras inextinguibles de la muerte. Desde aquella magnífica “The Duellists”, pasando por las siempre perdurables “Alien” y “Blade Runner” y arribando a esta etapa reciente en que la mitología del monstruo creado estéticamente por H R Giger se desprende de las visiones, dispares y geniales de Cameron, Fincher y Jeunet para volver a recaer en la mirada inquieta e inquisitiva de Scott, ha sido un diálogo, un cuestionamiento cuasi perenne sobre los temas más importantes a los que pueda enfrentarse creador alguno: la vida y la muerte.
Si en la primera Alien el discurso de Scott parecía dirigirse a una crítica manifiesta del capitalismo, tal inquietud parece haberse tamizado, dando lugar en “Alien: Covenant” a una actitud de zozobra y temor ante el avance de la tecnología. Si el Ash de la cinta inicial ya era un dechado de desconfianzas y de dudas, y muy a pesar de la presencia redentora de Bishop en la secuela dirigida por Cameron, lo cierto es que la dualidad de David y de Walter (un formidable Fassbinder) en esta última pieza alcanza la cumbre del cinismo existencial y del debate perenne sobre, como ya les decía más arriba, los alcances de la vida y la comprensión del fin.
Es en ese sentido “Alien: Covenant” una continuación, quizás algo forzada, del Prometheus previo (ejercicio fallido, vale decirlo) y también, claro está, de la Alien original, a la cual aspira a mejorar por medio del poder de la tecnología y el progreso. ¡Vaya paradoja!
Pero Scott, envejecido y cansado y a pesar de su talento, ha perdido la forma y ya no es el mismo de los tiempos pasados. Es así que su Covenant no pasa de ser una copia decente de aquella fábula original. Y es cosa sabida que ya nada es peor que cuando comenzamos a copiarnos a nosotros mismos. Quizás ya vaya siendo hora de lanzar un réquiem por el maestro Scott y decretar su muerte.