El antitrumpismo histérico y beligerante sobrevivirá al trumpismo, porque es una derivación de un rasgo común que nos caracteriza: la intolerancia aristocrática, una variante del odio de clases tan bien ejecutado por las entelequias colectivistas. Subsiste un cierto afán linajudo en aquellos que blanden la espada del antitrumpismo irracional a todas horas, una propensión a intentar lograr un estado de inmanencia que se traduzca en superioridad intelectual y cognitiva a secas. Es una especie de “floreo” o de especulación pseudo docta, un alarde de literalidad forzada que le otorga la falsa sensación de sentirse arropado y seguro en una zona de idílico confort. Al final lo que logra el antitrumpista extremo es ser aún más intolerante y, ciertamente, menos inclusivo que su odiado antagonista. Se puede disentir de quién se quiera y cuando se quiera, pues es un derecho individual y, si se quiere, hasta fisiológico que nos asiste. Pero cuando describo al antitrumpista irracional me refiero a aquel que ha hecho de su existencia una barricada de “esforzada y denodada” lucha sin cuartel en contra de un enemigo idealizado.
Por cierto, la valoración de los gobiernos recae en un manojo de responsabilidades que contraen hacia sus representados. Responsabilidades básicas que tienen el objeto de asegurar el bienestar individual y la seguridad de derechos. Pues bien, ayer la administración norteamericana ha dado un paso gigante, algo no muy frecuente en casi cada rincón del mundo, en pos de garantizar la libre expresión y el ideal de libertad que cada sociedad occidental persigue, con la firma de un decreto que garantiza el ‘free speech’ en los campos universitarios. El antitrumpista obcecado y febril ni se dará por aludido. Pero la magnitud del hecho, pésele a quien le pese, nos sobrevivirá
Publicado por