Clint Eastwood es, y no tengo dudas acerca de esto, el realizador norteamericano más importante de los últimos treinta años. Ello se debe al espíritu que suele rondar sus obras más que a la perfección de su trabajo. La misma “Million Dollar Baby”, muestra ripios en la historia, y una velada manipulación sentimental que, sin embargo, no logra disminuir la belleza narrativa que la caracteriza.
Ya les había comentado alguna vez que un propósito persistente en el trabajo creativo de Clint Eastwood ha sido el de retratar la historia más común del norteamericano promedio a través de esa dualidad existencial, inseparable por demás, que es la redención como requisito previo o postrero de la muerte. Lo mismo ocurre, con matices, en el filme de marras, donde una extraordinaria Hillary Swank (Meryl Streep ni Meryl Streep) interpreta magistralmente a la corajuda y sin embargo desdichada Maggie Fitzgerald, mujer empecinada en triunfar a pesar de los imperativos que, como obstáculos gigantescos, se interponen en su camino. Tan estremecedor es el performance de Hillary Swank, que se queda marcado para siempre, como uno de esos tatuajes que se niegan a desaparecer a pesar de las planchas y del láser.