Las democracias occidentales se hallan heridas de muerte, a pesar de la derrota del comunismo hace treinta años y a pesar del optimismo factual de un Francis Fukuyama en aquel entonces. El carácter gregario, la naturaleza colectivista del humano, es rotunda e irreversible, lo que ha terminado por corroer el carácter individualista en que se sustentan nuestras democracias. El problema es que no existen alternativas políticas viables que garanticen igual grado de bienestar y desarrollo como el alcanzado bajo la sombra del pluralismo lockeano.
El horror de los comunitarismos proletarios y raciales y el autoritarismo religioso del medio oriente jamás serán una opción para sociedades que, a pesar de todo, aman su libertad y creen en los principios del verdadero liberalismo. ¿Entonces que nos queda? ¿Asomarnos a la cuarta vía putinista de un ideólogo como Aleksander Dugin? ¿Inclinar la cerviz y rendirnos ante los nacionalismos de izquierda, como para no oponernos a la naturaleza humana? A estas alturas, mantener un estado de derechos a la usanza occidental resulta una tarea fatigosa. Quizás el futuro se sustente en la esclavitud de los hombres…
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