En Chile se vive la ilusión de la anarquía. La tendencia al suicidio político que ha subyacido en la sociedad austral durante las últimas décadas, tras el advenimiento de la democracia, ha terminado por explosionar como un campo de minas. El chileno común, la gran mayoría de los que conocí durante mis nueve años en Santiago, están eufóricos ante la probable llegada del apocalipsis. Se sienten testigos excepcionales, sobrevivientes singulares del colapso de la sociedad moderna. Irrespetan lo mismo al endeble presidente Piñera que a la bonitilla y reaccionaria comunista Camila Vallejo, a los carabineros de la calle Ahumada y a los concejales de Huechuraba. Pero no intuyen que, como marionetas en un tablado medieval, el destino no les pertenece porque las cartas ya han sido echadas por todos sabemos quién.
Chile es una sociedad esquizofrénica, acomplejada, inconformista, que siente que apelando a la violencia desquiciada alcanzará el sueño antinatural de la igualdad a ultranza. Hay mucho de envidia en el fenómeno chileno; envidia, he de decir, alimentada por una clase gobernante indolente y por la consabida falta de oportunidades que corroe a todo el subcontinente latinoamericano, donde las garras de la social democracia han dejado lesiones crónicas que sólo pueden ser erradicadas con la más improbable de las curas: el afianzamiento de las libertades individuales. Chile, como el resto de los conglomerados humanos, tiene apetencia por los colectivismos y ahora mismo se juega la vida en una peligrosa ruleta rusa. Ojalá y no se percaten demasiado tarde de que la tranca roja los horadará por los siglos de los siglos, pero lo dudo mucho. El victimismo empedernido suele cobrar rehenes.