La obra de Cormac McCarthy es sencillamente espléndida, y que un premio como el Nobel de literatura se le otorgue a alguien llamado Bob Dylan cuando este soberbio escritor de raza es ignorado, solo puede causar desconcierto y ofuscación. Recuerdo haberme leído su Blood Meridian prácticamente de un tirón, con la conciencia de estar asomándome a una obra mayor y relevante. Sus historias adaptadas al cine también son una muestra de lo mejor y más transgresor que pueda haberse filmado a lo largo de las últimas décadas. “No Country for Old Men”, “The Counsellor” y “The Road” son ejemplos palpables de lo antes citado.
Precisamente he visto por primera vez la adaptación de The Road. Joe Penhall, un excelente guionista, fue el encargado de llevar esta fábula hermosísima y terrible a los contornos del séptimo arte. El australiano John Hillcoat la dirigió. Viggo Mortensen y el increíble Kodi Smit-McPhee la protagonizaron. Como todas las obras de McCarthy, el temor a la muerte y la digna sobrevivencia, esa batalla incesante en mantener un ápice de humanidad por encima de los horrores circundantes, sostienen el peso de la historia principal. Que la obra mantenga el espíritu poético del trabajo escrito, la belleza de sus palabras y sus diálogos, la convierten en una pieza exquisita, magnífica, imprescindible. Su tristeza y brillantez nos obnubilan. ¿Cómo puede caber tanto dolor, pero también tanta esperanza, en esta especie de road movie simbólico e imaginario, donde la alegoría de la vida y su preciada naturaleza se anteponen a la barbarie de la condición humana? La única posible respuesta se halla en el espíritu contemplativo de la obra, que nos obliga a beberla con esa parsimonia que exigen los elíxires finos y preciados. No demoren la posibilidad de hacerlo. El arrepentimiento jamás los apesadumbrará.
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