
Se suele subestimar, con muchísima frecuencia, la capacidad de Buñuel de entretener con sus obras. Es algo que probablemente proviene de su etapa primigenia y experimental, donde el surrealismo visual barría con cualquier otra peculiaridad de su trabajo.
“El ángel exterminador” va en esa vía, la de la entretención como forma de arte supremo. Y para ello Buñuel recurre a un doble ardid psiquiátrico, el de construir una fábula existencial basada en la asfixia de la claustrofobia, y anteponerla así al temor a los espacios abiertos, a la agorafobia de la sobrevivencia.
En este filme, todo diálogo es mordaz y cruel, y donde muchos ven una crítica a las clases sociales encumbradas, yo visualizo una disección forense de toda la especie humana. Buñuel coloca a sus personajes en el borde del abismo, en el filo limítrofe de la “sanidad” vivencial, para que florezcan los instintos animales, que son la base de lo que somos en un final de cuentas.
La diferencia entre un Buñuel y un Gutiérrez Alea, por ejemplo, radica precisamente en esta construcción de personajes e instintos y en los motivos generadores de la acción. Si para Gutiérrez Alea la ideología jugaba un rol central en su trabajo y los personajes no llegaban jamás a degenerarse (o superarse) por aquello de que el bien y el mal ya estaban delineados de antemano, para el genio de Calanda se trataba de abarcar al mundo entero con todos sus matices. Su visión era global y escasamente localista. Y si menciono a Gutiérrez Alea es porque me parece que es, por mucho, el principal heredero criollo de la impronta de Buñuel y específicamente de esta cinta, “El ángel exterminador”. Su última cena y aquella fábula de Los Sobrevivientes así lo corroboran.
Hay una escena en el filme que, en su visión metafísica de la existencia, es reveladora de la perfección de Luis Buñuel. Se trata de aquella donde los personajes rompen las paredes para tener acceso a las tuberías de agua y así poder saciar la sed. Contiene por sí misma la más exacta explicación acerca de lo que somos y de cuál naturaleza nos concierne. Los totalitarismos y los colectivismos, por cierto, se derivan de nuestros instintos animales, de nuestra imperiosa necesidad de beber agua de las tuberías rotas. De eso se trata.
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