
La lluvia sobre los campos coreanos tiene el sonido de mi infancia y de los aguaceros de Colón. La sangre que mancha las paredes es quizás la misma de aquel que asesinaron en el acueducto, cuando yo apenas era un niño. Y es que “Goksun” se cuela entre las heridas que tenemos todos para recordarnos que el mundo es tan recóndito y antiguo como la existencia misma. Esta pieza de Hong-jin Na es brutalmente horrenda, soberbiamente hermosa, uno de los ejercicios estéticos, probablemente, más perfectos que se hayan realizado.
El filme trata sobre una serie de inexplicables muertes que golpean a una pequeña villa coreana; todos comienzan a culpar a un viejo hombre japonés que llegó recientemente a tan remoto lugar. Es interesante ver, también, de la manera en que Hong-jin Na trabaja símbolos universales para contar su historia: el rash cutáneo como factor catalizador del mal, las frases soeces como voluntarismo oral de la posesión, la furia animal como representación del ego…
Hay en Goksun, por cierto, una larga y monumental escena en que se muestra el exorcismo de una niña, con dos fuerzas batallando encarnizadamente por su alma, con bailes y con música y gallinas blancas sacrificadas contra el demonio fantasmal que toca tambores entre aves negras colgadas del pescuezo. La sangre roja tiñendo todo es el denominador común, es el signo preciso del comienzo y del final. Varios de los minutos mejor contados en la historia del cine están ahí, en esa lucha perpetua por dominar el alma.
Si Goksun no es una obra maestra se debe a esos pequeños hilos sueltos que quedan flotando al aire hacia el final, a esa sensación de que no existe el cierre perfecto y que toda historia es porosa y criticable. También a cierta desprolijidad narrativa. Quizás con tan sólo un poco más de pulso, jin-Na habría podrido acercarse a la perfección; aún así su filme está considerado entre las mejores cintas coreanas de toda la historia, lo cual no es poco.
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