
Me sorprende no haber escrito nunca sobre Apocalypto, esa gran cinta dirigida por Mel Gibson y que he visto numerosas veces. Quizás se deba a que creo que el solo hecho de disfrutarla es el mejor homenaje que se le puede hacer. Es decir, las palabras, como en casi toda gran obra, suelen estar de más.
Todas las lecturas caben en Apocalypto. La idea de la búsqueda de la libertad y de la conservación de la estructura de la familia priman sobre cualquier otro discurso. La subvaloración de la pieza se ha debido, en gran medida, a estos elementos básicos y conservadores que son expuestos en la cinta y que tanto molestan a ciertos sectores intelectuales de la academia occidental.
La visión histórica de que el imperio maya no era miel sobre hojuelas es aquí expuesta de manera brutal: guerras de conquistas y esclavización de los perdedores, terribles sacrificios humanos… tal y como decía Juan E. Pardinas en un artículo del diario reforma “Los personajes de Mel Gibson se parecen más a los mayas de los murales de Bonampak que a los que aparecen en los libros de la SEP”.
Pero el gran aporte artístico que nos ofrenda Gibson en Apocalypto es la minuciosa y realista puesta en escena con personajes de dientes podridos y ropajes arcaicos y sucios hablando en maya antiguo y batallando por la subsistencia en medio de la selva guatemalteca ( o yucateca o belizeña o salvadoreña ¿qué más da?). El ritmo de filme, la historia que nos cuenta, el contenido estético de cada escena, son propios de una pieza monumental, de una obra maestra singular; son elementos, en fin, pertenecientes al más ambicioso ejercicio cinematográfico, quizás, que se ha llevado a cabo en lo que va de siglo.
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