En Pekin, a medida que el lock down ha ido disipándose, se ha instaurado una aplicación telefónica que determina cuándo algo anda mal con tu salud. Si al escanearla en algún lugar te sale un letrero rojo, entonces debes guardar una cuarentena inmediata de catorce días. La aplicación posee todos tus datos personales… el control es estricto y absoluto. En cualquier lugar, además de dicha aplicación, la policía controla tu temperatura. Pocos chinos aún se atreven a salir afuera; el miedo les corroe el alma.
La gran muralla, a hora y media de la capital, está desierta, sin turistas. El aeropuerto de Pekin, sin almas. El desempleo oscurece la vida en las grandes ciudades. Los sueldos han bajado. La gente ha dilapidado sus ahorros. En cada comité partidista de vecindarios hay carpas de control donde determinan quién pasa y quién no. El uso de máscaras es obligatorio en el exterior (como en Miami) e inmensas colas serpentean frente a los restaurantes abiertos. El plexiglass se ha adueñado de cada rincón, de cada espacio. La delación es, más que nunca, cuestión de orgullo nacional.
La vida ha cambiado y probablemente, en China, nunca vuelva a ser igual. La gente considera un deber atrincherarse y rehuir al resto. Es una especie de voluntarismo partidista. Sólo escasos activistas por los derechos humanos cuestionan la realidad. La instauración de un totalitarismo epidemiológico ya es un hecho.
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