En el mes de febrero del 2018 una cepa outsider de la Influenza atacó despiadadamente a nuestra familia. A pesar de estar vacunados, esta variante mutada del virus nos afectó a mi esposa, a mis dos hijos y a mí. Estuvimos alrededor de dos semanas muy enfermos, con fiebre, escalofríos, malestar general, astenia y anorexia. (Cuando no nos sentimos bien, el tiempo parece inacabable). Nos autoimpusimos una cuarentena y tomamos los medicamentos requeridos. Cuando salí de la enfermedad, me percaté de que la influenza me había dejado un terrible efecto residual: dolores musculares y articulares generalizados, intensos y constantes, que aparte de causarme una severa disminución funcional, se prolongaron por siete meses. Sí, el 2018 fue el año en que si acaso pude caminar a duras penas.
La vida continuó, por cierto. Ha sido siempre así. Por eso no entiendo el maniqueísmo que algunos, a punto de partida de la actual pandemia, se esmeran en poner sobre la mesa. No existen puntos medios para estos padrecitos sin sotana. Para ellos, quienes expongan los puntos de la epidemiología moderna, son unos insensibles “asesinos de viejos”. No escuchan razones. El mundo debe de paralizarse, según esta lógica zoroastrista, en pos de un bien común, anticientífico y burdo.
De nada vale que les expliques que el efecto residual de las cuarentenas estrictas es terrible en lo social, en lo político y en lo económico; y que causa, incluso, más devastación entre el grupo etario al que dicen defender. No entenderán que tus razones, fundamentadas por años de oficio, poseen validez probada. Prefieren que un gobierno fuerte y protector los salve de las vicisitudes del camino. Están acostumbrados a eso. Es la misma lógica que exige que los escritores y artistas sean subvencionados por el estado.
Pero, no obstante, yo insisto: las infecciones de toda laya nos perseguirán por siempre, la muerte nos acecha en cada esquina, no desaparecerá tan solo por escondernos. Los métodos epidemiológicos de la ciudad amurallada, típicos de la edad media, son un desastre de consecuencias impredecibles. El buenismo no es ciencia. De los sistemas sanitarios del mundo haber tenido estructurados protocolos específicos de respuesta ante gérmenes como el Coronavirus, ninguna de las desgracias del presente se habría concretado. La histeria, señores, es mala consejera. Y hacer del maniqueísmo un argumento no es solo digno de una pobreza intelectual tremenda, sino también de una mala leche muy poco afortunada.
Cuarentenas específicas para los pacientes de más riesgo, normas estrictas de asepsia en hogares de ancianos, aislamiento de pacientes inmunodeprimidos y ejercicio pleno de las libertades individuales. Es la única forma de continuar hacia adelante. Cualquier otra cosa es un despropósito mayor.
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