Los burgueses que crearon esa filosofía utópica en los salones de Colonia, Paris, Bruselas y Londres, emularon a la herejía cristiana, según el renombrado editor Tom Bethell. Ello a pesar de las discordancias de San Agustín y Santo Tomas de Aquino, uno por no ir de la mano con el dogma y otro por contraponerse a la razón.
Lo cierto es que detrás de la utopía de Marx se esconde esa intención malsana de provocar “la muerte de la humanidad”, al decir del matemático ruso Shafarevich. El propio pensador alemán lo plasmaría con su puño y letra. El objetivo final, el “dorado” de la causa sería “el derrocamiento total de todas las condiciones sociales existentes”.
El despojo de todo rastro de individualidad, la materialización del odio, la abolición de la propiedad privada, la destrucción de la familia, el aniquilamiento de la fe… Exactamente, Shafarevich, camarada, ¡la muerte de la humanidad!
Solo que ahora las hordas bolcheviques, cubiertas por los desechos del muro de Berlín, han dado paso a ese nuevo y vigoroso ejercito de burócratas y demócratas falsos que, convencidos de la inutilidad, de la futilidad de las viejas escrituras, rediseñan la estrategia y se dedican a levantar impuestos, a redistribuir los ingresos y a controlar las propiedades por mediación del estado.
El peligro mayor no proviene del socialismo del siglo XXI, esa fantochada colorida y tropical alimentada desde de La Habana, ni del antiguo imperio ruso y mucho menos de la depredadora China. Propongo que busquemos en nuestro patio. Como siempre, será el primer mundo quien imponga sus condiciones al resto de la humanidad.
El debilitamiento del matrimonio y la familia, la tiranía del “buenismo” político con sus inacabables legislaciones en favor del aborto más brutal y del encumbramiento de la relación entre idéntico sexo, carcomen al mundo occidental. El triunfo del relativismo moral oscurece el futuro. Estemos alerta. La muerte de la humanidad parece pernoctar al doblar de la esquina.
*Escrito un 6 de julio del 2014, hace ya seis años.
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