
Black Rain (1989) todavía se enmarca dentro de la etapa dorada de Ridley Scott que abarcó, en mi opinión, desde su debut con The Duellists (1977) hasta la incombustible Thelma and Louise (1991), y que contiene dentro de sí un par de policiacos ochenteros de exquisita factura como Someone to Watch Over Me (1987) y la mencionada Lluvia Negra, pieza escrita a dos manos por Craig Bolotin (el mismo de las series de Miami Vice) y Warren Lewis.
Cuenta Scott que los productores de Black Rain vinieron a proponerle el filme cuando, tras haber visto Blade Runner, pensaron que se trataba del candidato idóneo. “Como tienes experiencia en filmar en las calles de Tokio…”. Scott les contestó que Blade Runner no había sido fotografiada en Japón y que sus edificios y paisajes habían salido de su cabeza. Pero aún así terminó aceptando la propuesta.
El paritorio de Scott es una obra excelente, donde tras la estética formidable del maestro habita el más profundo de los miedos. Y es que la cinta no es otra cosa que el reflejo del encuentro de dos culturas, no desde la perspectiva apocalíptica de Samuel Huntington, sino desde la circunstancia más banal de la extrañeza.
Dos policías (acá se repite el ya clásico esquema ochentero de los buddies de azul) tienen que desplazarse hasta Tokio para completar la extradición de un delincuente yakuza capturado por ellos mismos durante una angustiante persecución que termina en un matadero de reses (¡Ay de los veganos en aquellos tiempos!), pero a la llegada al Narita International Airport nuestros héroes son burlados y el temible asesino termina escapando.
La historia, simple y lineal, sirve para el arranque de la confrontación entre dos modos de ver y de sentir la vida, donde cabe desde la noción del honor y la moral hasta la exploración del concepto de la amistad y sus matices. La narración, con un giro argumental notable hacia la mitad del rodaje (que ha dado pie, por cierto, a una de las escenas más memorables e impactantes del cine de los últimos cuarenta años) se refugia en el virtuosismo visual de Scott y en una banda sonora que le traquetea los coxones. ¿El resultado? Un filme que a duras penas envejece y que sigue siendo tan poderoso y vital como en aquellos tiempos, más preclaros y sabios, en que fuera concebido.
PD: Michael Douglas ha sido uno de los policías más coherentes y creíbles de la historia del cine a lo largo de su carrera, y la actuación acá de nuestro querido cubiche Andy García es una muestra del por qué llegó a ser uno de los actores más populares de la época.
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