Paul Thomas Anderson es un excelente y complejo narrador de historias. Y Magnolia (1999), quizás, es su gran obra. Cinta coral con múltiples crónicas entrelazadas, el filme marcó un estilo para el venidero siglo XXI. Anderson, por cierto, es un maestro en eso.
“Las cosas extrañas ocurren todo el tiempo”, como bien sabemos. No hace falta que el realizador californiano nos lo recuerde a cada paso. Pero también se agradece, como ejercicio intelectual, el hecho de que Anderson plasme la idea de que nada es circunstancial y de que todo responde a un inherente y bien planificado destino.
¿Es, entonces, una cinta religiosa Magnolia? Yo me arriesgaría a decir que sí, en el sentido estricto del término y no en la mera denominación semiótica. Eso ya es algo, por no decir que mucho.
Con un fino e inquietante humor, Paul Thomas Anderson nos toma con firmeza de la mano para pasearnos por una constante montaña rusa sensorial, psíquica y emocional, a ritmo trepidante y sin pausas. Te sacude de arriba a abajo y hacia los lados, hasta dar de costado con los despojos residuales, los leftovers de la propia existencia, esa que tantas veces cuestionamos.
La locura suele ser rozada por la genialidad. Algo de eso subsiste en las múltiples historias de Magnolia, con ese trazo magistral y tan humano de los personajes, tan dolorosos y creíbles, tan horrendos e infelices. La obra posterior de Anderson, desde entonces, ha sido una especie de reivindicación continuativa de este filme, con ejercicios contundentes como There Will be Blood, y sobre todo The Master, donde el ser humano, con sus continuos desaciertos y tristezas, parece encontrarse todo el tiempo a la deriva de un Dios omnipotente y omnisciente.
Publicado por