Quizás el epíteto más recurrente que el antitrumpismo suele endilgarle a la actual administración es el de “fascista”. Es una denominación traída por los pelos, por supuesto. Es una triquiñuela filológica para atrapar a incautos. Y es curioso que quienes propaguen la idea de una sociedad más “justa” controlada por un inmenso aparato estatal que regule cada estamento de nuestras vidas en nombre del “bien común”, sean precisamente quienes llamen “fascistas” a los otros. No en vano ya lo decía Susan Sontag, sin dejar lugar a dudas: “el comunismo es fascismo… un fascismo con rostro ‘humano’”.
La administración Trump, en la práctica, ha gobernado yendo del conservadurismo jacksoniano al liberalismo clásico de mediados del siglo XX (libertarismo de la escuela austriaca), lo cual sitúa su gestión a años luz de cualquier atisbo de autoritarismo. Y lo primero que hizo para dejar en claro que el objetivo primordial era el de intentar disminuir (acometimiento titánico) el tamaño del gobierno fue colocar a la brillante abogada india-americana Neomi Rao al frente del esfuerzo por la eliminación de regulaciones federales.
Las medidas más importantes, según los que saben, en este sentido fueron: la eliminación del mandato individual del Obamacare (una ley mucho más cercana a la filosofía fascista de lo que pueda imaginarse), la eliminación de la llamada Pan Energía Limpia del FPA, la supresión del presupuesto del costo regulatorio, la reducción de miles y miles de documentos inútiles en las diferentes agencias federales, la eliminación de la llamada regla de aguas y la eliminación de la regla de neutralidad de la red. También se redactaron las actas SCRUBS y REINS para deprimir miles y miles de regulaciones menores.
Todo esto trajo como consecuencia residual la dramática disminución burocrática del registro federal en más de un tercio, algo que jamás se había conseguido en la historia de la América moderna, además del aumento de las libertades individuales, la disminución de la burocracia central y, sobre todo, el crecimiento económico. Hay muy poco de fascismo y autoritarismo en ello ¿no es cierto?
Que no se haya logrado más es a consecuencia de que la reforma legislativa necesaria para poder alcanzar el Dorado final, que es el de desmontar en la mayor medida de lo posible un anquilosado aparato burocrático que ha ido convirtiendo paulatinamente en un Leviatán a lo largo de los dos últimos siglos, jamás fue aprobado por la rama legislativa central. (la burocracia se defiende a sí misma a como dé lugar).
Sería prudente, por lo tanto, que todos esos intelectualillos que aleccionan a las masas a gritar desaforadamente “fascista, fascista” al presidente de turno, se eduquen un poquitín más antes de lanzar tan desafortunadas (y endebles) consignas partidistas.