Mike Flannagan repite para Netflix una historia de fantasmas, “The Haunting of Bly Manor”, esta vez basada en la legendaria novela de horror gótico The Turn of the Screw, de Henry James. La visión estética de Flannagan ya la conocemos. Sus obras están imbuidas de cierto espíritu poético, de un carácter definitivamente pretencioso. Su mano endeble en la dirección de actores se nota y pesa. La historia es forzada e irregular, la narración es imperfecta y escasamente orgánica … muchas de las situaciones, cursis.
No puede, por cierto, desembarazarse Flannagan de todo el correccionismo político, de todo el buenismo desmesurado que nos atosiga en estos tiempos. Un poquitín de ideología de género por aquí, un tilín de feminismo recalcitrante por allá… el bueno de James se levantaría sin dudas de su tumba para retorcer el pescuezo del politizado Flannagan en aras de enseñarnos una lección: el arte no es demagogia, compañeros.
El capítulo ocho y semifinal, por cierto, es una obra maestra, hay que decirlo. Está impregnado de esa tristeza interminable, apoteósica, sideral que explica en buena medida la existencia de los hombres y la prevalencia de olvidos y memorias. El pulso narrativo de Flannagan es ejemplar. Y luego, sin embargo, y lamentablemente, la serie da paso a una vuelta final de las más paupérrimas jamás filmadas, repleta de lugares comunes, de positivismo reaccionario, incluso de ese fascismo cultural que se nos vende como la única alternativa moral que existe.
¡Vivimos tiempos oscuros, qué duda cabe! Más horrendos que las noches angustiosas de la mansión Bly Manor, más tétricos que la dama sin rostro que nos acechó algún día durante nuestras pesadillas infantiles…
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