La nación se pudre. Quizás sea el sine qua non de todas las grandes civilizaciones: rodar cuesta abajo una vez alcanzada la cúspide. Y es que para legislar para el bien de muchos se necesita del monstruo de la burocracia eterna, que anda hacia adelante gracias al látigo y la zanahoria de la más profunda corrupción.
La nación se pudre. ¿Cómo confiar, por ejemplo, en un proceso eleccionario donde el candidato opositor, favorito de todos aquellos grupos de poder que privilegian la hediondez y el desparpajo, proclama bajo el paraguas protector de su demencia en ciernes que el partido que representa ha construido “la organización de fraude electoral más amplia e inclusiva en la historia de la política estadounidense?
¿A dónde hemos llegado, amigos míos? Moramos en un lugar donde la prensa oculta información para deslegitimar a un presidente y proteger a los corruptos de toda una vida, donde las elites acarrean a las masas hacia el abismo de la intolerancia irresponsable, donde las turbas justifican su violencia en nombre de una falsa decencia.
Dicen que el presidente pretende no reconocer un resultado adverso en las próximas elecciones, pero han sido estos mismos acusadores quienes se han negado a aceptar la derrota de hace cuatro años, por lo que desde entonces han quemado negocios y saqueado ciudades, han disparado y asesinado a oponentes ideológicos y han creado componendas para minar el ejercicio cívico de la administración.
Esta nación se pudre, irremediablemente.
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