Estamos viviendo un déjà vu de las elecciones del 2016. Las encuestas dan como amplio favorito al candidato demócrata; los programas radiales comentan cuán fácil será la victoria en contra del fascista Trump; las academias universitarias identifican a quienes, según ellos, enarbolan un discurso de odio para suprimirlos y acallarlos; las redes sociales y los buscadores de internet censuran fundamentalmente al pensamiento más conservador; la prensa escrita publica titulares sensacionalistas y sesgados, y las cadenas de televisión entrevistan a “brillantes intelectuales” liberales.
Hay una disonancia real entre lo que escuchamos y vivimos. Y es que aquellos que construyen estados de opinión parecen responder a un guión previamente establecido, donde unicornios rosados y blanquísimas motas de algodón coexisten con nosotros en un idéntico universo. Pero… ¿por qué la gran prensa no es objetiva?
Las razones son varias. En primer lugar, utilizan el sesgo selectivo promoviendo narrativas falsas para fundamentar sus simpatías ideológicas. Los ejemplos sobran, desde aquellas pruebas fabricadas por un espía extranjero que recibía dinero de una campaña política determinada y que causaran, con la complacencia de los medios, una investigación de la campaña del ahora presidente Trump hasta las posteriores acusaciones e investigaciones de “collusion”.
En segundo lugar, el periodismo actual, completamente politizado, impulsa la idea de la subjetividad como premisa válida de la verdad. O lo que es lo mismo, prioriza emociones sobre hechos. Y a eso se ha reducido, en gran medida, el discurso “intelectual” de la izquierda, a llevar adelante la teoría de la justicia social crítica que no es más que un conjunto de simplificaciones caricaturescas de la realidad y de principios fundamentales extravagantes y descaradamente falsos, a decir de la académica Helen Pluckrose.
El principal esfuerzo de la gran prensa norteamericana durante los últimos años ha sido la de crear una narrativa inalterable, donde se sataniza al presidente a la par que se santifican a sus rivales políticos o excolaboradores. Hay una naturaleza maniquea inocultable en todo esto. Ignorar completamente los hechos es una prioridad y un carácter inequívoco del sesgo.
Los medios, amigos míos, participan en la construcción del poder. La libertad de prensa no existe. Sí existen, en cambio, los intereses. Y es aquí donde, en aras de favorecer esas inclinaciones, se ha terminado por constituir la triada del poder intelectual en la América nuestra: universidades, prensa y dinero pujando por un único objetivo.
Redefinir nuestro marco moral se ha convertido en un ‘sine que non’ de todos estos grupos de poder. Cualquier opinión que disienta de estas nuevas normas éticas es percibido y presentado como una amenaza moral. (Es la apoteosis del mazdeísmo, qué duda cabe).
Castigar la crítica y propiciar la unanimidad es el sostén de los nuevos valores ideológicos de los comunitarismos en Occidente, y la prensa se ha plegado a ello. ¡La censura “decorosa y honrada” es el Dorado! Por eso la existencia omnipotente y todopoderosa de una organización que promueve la más atroz prohibición como Media Matters, y que no paga impuestos y es financiada por organizaciones como Open Society (es record público).
El que paga manda, amigos míos. No es un mito inventado por los conservadores jacksonianos que apoyan a una administración cualquiera. Las historias se construyen a conveniencia de un grupo ideológico predominante. Y en ese debate nos encontramos. ¡Dios, si existe, que se apiade de nosotros!
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