El excepcionalismo norteamericano boquea, respira a duras penas. Esta payasada electoral que, curiosamente, algunos continúan validando, esperanzados en que la justicia se imponga de la mano de alguna institucionalidad bondadosa y proba, no es más que una lápida pesada sobre la ilusión etérea de la libertad.
La prensa, la gran media, ni siquiera se da por enterada de que, a diferencia de siempre, los colegios electorales aún no hayan emitido veredictos en varios de los estados en «disputa», a la espera de que la avalancha fraudulenta sepulte la candidatura del despreciable Trump.
El martes en la noche nos acostamos con la segura victoria de la actual administración, validada por ventajas entre 8 y 14 puntos con recuentos que superaban, en todos los casos, el 50% de las boletas emitidas. Es imposible estadísticamente que con tal cantidad de números recopilados, se pueda perder una elección, literalmente de la noche a la mañana. Cuando despertamos el miércoles, al amanecer, nos habíamos enterado de que estados como Wisconsin, Pennsylvania, Georgia, Nevada, Arizona y North Caroline, habían sido robados o estaban en vías de ser birlados.
Es evidente que estamos en presencia de una gran conjura, planificada minuciosamente desde hace meses, desde hace años. Todos teníamos la sospecha de que en esta ocasión esa cosa horrenda a la que llaman estado profundo no se dejaría sorprender por este petulante outsider que los desafiaba a todos. Sólo que ignorábamos la manera en que ejecutarían su plan. Un amigo que trabaja en la prensa me lo había advertido: «Trump no ganará, no te entusiasmes. No lo dejarán salirse con la suya».
Desde el mismo momento que el presidente Trump acepte su derrota tras el fraude, Occidente comenzará el descenso hacia el fin de su historia. Es demasiado simple. Para entonces, a todos, nos habrán obligado a doblar la cerviz.
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