Amigos a los que aprecio me advierten de mi tono, probablemente lúgubre, de estos últimos días. Me reclaman una especie de escepticismo fatalista o pesimismo gris. Estimados amigos, estén tranquilos. Yo me remito a los hechos. No hay nada más terrible que el optimismo fatuo.
¡Claro que existen razones para preocuparse cuando eres testigo del mayor ejercicio de corrupción política que ha golpeado a los Estados Unidos en su historia! Hay que alarmarse por el fraude inaudito a vista y paciencia de millones, por la tergiversación de los números en una noche, por la complicidad de políticos, instituciones y la prensa. Es de tontos apostar aún por la victoria del presidente Trump en votos cuando ya fue despojado, desde hace rato, de su derecho al triunfo.
¿Acaso no han notado que en condiciones normales, a más tardar el miércoles a inicios de la madrugada se debía de haber declarado a Donald J Trump como presidente de la unión, cuando arrasaba en los estados claves con más de un 50% de votos recopilados en cada uno de ellos, lidereando a su rival entre 8 y 14 puntos de ventajas? ¿Siguen depositando ustedes su confianza y optimismo desmesurado en el colegio electoral, ese que ha permitido una remontada imposible a favor del anciano elegido por el establishment corporativo?
¡No sean ilusos, mis amigos! La candidatura de Trump tiene esperanzas, por supuesto, pero esta no reside en las instituciones que han llevado la farsa hasta el extremo. Despierten, señores, que este es un complot minuciosamente planificado y ejecutado. La salvación del conservadurismo podría residir en los tribunales, en la corte suprema, pero no en los votos que se cuentan ahora.
Dejemos la falsa demagogia del triunfalismo a toda costa y estén alertas. Es la única manera posible de que la libertad individual persista en el futuro. Y no olvidemos que el sistema está podrido.
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