Cuando alguien te pregunte cuál es la evidencia de que se cometió fraude electoral, simplemente respóndele: la evidencia es la ciencia matemática y estadística.
Al filo de la medianoche del martes 3 de noviembre, el presidente Donald Trump ganaba los estados claves de esta forma:
¡Pennsylvania, por una diferencia de 16.2% tras haberse contado el 64% de los votos!
¡Georgia, por una diferencia de 7.5% tras haberse contado el 83% de los votos!
¡Michigan, por una diferencia de 9.6% tras haberse contado el 59% de los votos!
¡Y Wisconsin, por una diferencia de 4.8% tras haberse contado el 82% de los votos!
Para que tengas una idea, una contienda electoral cualquiera es declarada decidida, por regla general, cuando tras contarse el 45% de los votos la ventaja de uno de los candidatos supera los 4 puntos porcentuales. Sólo podría variar el resultado si la inmensa mayoría de los votos posteriores favoreciera a sólo uno de los candidatos, cosa que en los ejemplos citados arriba, incluso, sería imposible debido al total de boletas revisadas (hablamos de un 60% o más de votos recopilados y chequeados).
El fraude es notorio y abismal, pero muy difícil de comprobar, pues como he explicado en ocasiones anteriores, las boletas emitidas por correo corresponden a personas reales, aunque estas no hayan ejercido su derecho.
Un recuento total de votos acucioso y real demoraría probablemente meses, pues habría que comprobar firmas e identidades del votante. Si la operación se realiza solo para confirmar votos, Donald J Trump volvería a ser robado.
¿Puede la Corte Suprema determinar que se tabulen las boletas recibidas hasta el horario legal de cierre de aquel aciago 3 de noviembre? Teoricamente es posible, según dicen los expertos, pero en la práctica ya es otra cosa.
Esperemos a ver qué depara el futuro. Pero la conjura, planificada milimetricamente durante meses o quizás años, apoyada por los grandes poderes que todos intuimos, ha sido enorme.
Ya veremos…
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