
Wes Anderson es un narrador sui generis. Su obra, exquisita, está repleta de un humor sutil y algo rococó que siempre, de manera invariable, nos traslada a esos momentos de remanso que trae la evocación del pasado. Anderson es levemente descuidado, engañosamente surrealista… una especie de Terry Gillian de las postrimerías del siglo XX y primeras décadas del XXI.
Rushmore (1998), su segunda obra, es una pieza que navega las aguas de la incorrección social más profunda con una especie de candidez engañosa. Max Fisher es un nerd que roza la psicopatía y Herman Blume un millonario ingenuo e inseguro. La hermosa Rosemary Cross es el parteaguas que provoca la tragedia que no es tragedia y que genera una realidad absurda y divertidamente desalmada.
Tanto Jason Schwartzman como el mítico Bill Murray y Olivia Williams, bajo la tutela segura de Wes Anderson, nos legan tres personajes inolvidables y, sobre todo, sinceros, que nos sacudirán nuestra capacidad de compasión… como una bomba cualquiera aniquilando un poblado de inocentes.
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