Está a punto de terminar el año más atroz para las ciencias y el sentido común de, probablemente, toda la era moderna. Medicina, matemáticas, estadísticas, genética y biología han sido sacudidas por intereses políticos y monetarios, al punto que parece que nos encaminamos hacia un nuevo periodo de oscuridad intelectual. Pienso, a la usanza de los clásicos, que la historia es cíclica y, en ocasiones, retrógrada. A aquel paritorio sangriento de la ilustración parece que seguirá una era de fanatismo tecnológico.
Lo peor es que esta probable transición de la historia está resultando extremadamente fácil, hasta ahora. La gente suele claudicar apenas sin resistencia. Me resulta, por ejemplo, inverosímil, que colegas y profesionales del área de las ciencias médicas hayan caído en la trampa de la histeria generada por un virus elevado al panteón de los demonios por aquellos intereses que apenas si conocemos. O que esos otros versados en ciencias de toda laya sean incapaces de atisbar el cuadro entero.
Es muy fácil ser concluyentes, pero también relativizar, amigos míos. Si me preguntan les diría que no somos, todos nosotros, más que testigos del comienzo de una nueva era en la historia de los hombres. Esto no se trata ni de China (como afirman politólogos respetados de derecha) ni de ideologías ni utopías. Esto no se trata ni de Rusia ni de Castro. Las raíces de cualquier cambio son profundas y han podrido, muy eficientemente, el viejo mundo que ya dejamos atrás.
Que el Dios que exista se apiade de nosotros… y de ustedes.
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