A veces, sólo a veces, las estrellas de cine sirven para algo. Di Caprio redescubrió para Occidente a Stanisław Szukalski, aquel maestro místico, escultor gigante que traía consigo la herencia maldita de Polonia, su Polonia olvidada por el mundo. Un hombre pequeño, simple y algo loco que, como casi todos, solo buscaba trascender.
Su oscuro antisemitismo de la preguerra y el lógico antifascismo posterior, lo revelaban como el contradictorio ser que fue. El zermatismo y la lengua proton, esas vesanias inexplicables que imaginaban a Pascua como la isla matriz de la humanidad entera quizás por sus inmensas estatuas misteriosas, fueron al menos una teoría, un amago valiente de perpetuidad que Szukalski postuló con hidalguía.
Al final, la soledad monstruosa del extravío. “Estoy solo. Soy un patriota sin país”, dijo el viejo escultor antes de morir en Los Ángeles, la Siberia de las artes, según sus propias palabras. Las cenizas luctuosas, esparcidas por amigos entre los soberbios moais del pacífico chileno, aún flotan entre la brisa y la sal del hemisferio Sur, recordándonos imperceptiblemente que la grandeza es esquiva para los hombres orgullosos y altivos.
(Traten de ver el documental Struggle, en Netflix, sobre la vida y obra de Stanisław Szukalski)
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