La apoteosis creativa de Peter Weir vino de la mano de «Dead Poets Society» (1989), luego de veinte años de una carrera ilustre que incluyó piezas imprescindibles como Picnic at Hanging Rock, Gallipoli, The Year of Living Danngerously y Witness. (Ya luego no sería igual, a pesar de la sobrevalorada The Truman Show).
La máxima de la historia de Tom Schulman, un veterano guionista de obras menores, parte de un verso de Keats: «Sólo en sus sueños el hombre es libre». Y también, por supuesto, del viejo Whitman, aquel a quien Bolaño apuntaba como «culpable de muchos males». Y es que el Carpe Diem poético no es otra cosa que la aseveración de que la vida es ágil y se larga con presteza.

Dead Poets Society es una pieza estremecedora que linda con las fronteras de la maestría, así como los arenales de Chichuahua se extienden sobre el norte del México irrascible y el sur de la América decente. Y aunque las apetencias de Keats son apreciables, no dejan, sin embargo, de ser también fútiles y desesperanzadoras. Weir, en el espacio reducido (y al mismo tiempo infinito) de una escuela privada para jóvenes pre universitarios nos canta ese sueño libertario que se ha ido volviendo mustio en el arte occidental, nos muestra la heroicidad utópica de la libertad contra la opresión cotidiana del poder. En ese sentido, toda obra que apele al espíritu de la emancipación desde una perspectiva individual es admirable y atendible, aunque no por ello deja de ser naïve.
Weir y Schulman son también, en cierta forma, proféticos y sabios, quizás por la propia auto conciencia que los anima acerca de que la historia es cíclica y la naturaleza de los hombres siempre idéntica y repetitiva. Mr. Keating es, no hay que decirlo, el cordero sacrificado por las hordas. “Ustedes no pueden salvar a Keating… pero se pueden salvar a sí mismos», nos dice el chivatón de turno, como si morara en estos tiempos.
Dead Poets Society, como todas las grandes obras, también nos pertenece a todos, no desde la perspectiva comunitaria sino desde la razón ilustrada del individualismo. Hasta yo, un tipo criado en el barrio de La Creche, becado en uno de las inmisericordes (y al mismo tiempo memorables y nostálgicas) escuelas de Jaguey, donde no había espacio para la poesía, donde todo se trataba de la sobrevivencia y el carpe diem brutal de la existencia, me estremezco con aquel «Oh, captain my captain» con que los muchachos despidieron a su héroe sublime y redentor. O quizás me equivoco y sí era, efectivamente, poesía aquello que deambulaba entre pasillos, salones de clases y naranjales. Y es que el señor Keating nos acompañará por siempre, como el recordatorio eterno de que la vida pasa sin pausas ni descansos.
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