El castrismo ha calado tan profundamente en el imaginario criollo, que la principal ofensa que se le puede espetar a cualquier contertulio en un debate es decirle precisamente “¡castrista!”
Claro, no soy inocente en absoluto. Tampoco seré yo quien venga a enarbolar la bandera del “buenismo” excusando a unos y otros. Y es que una cosa es cierta: casi siempre alguno de los involucrados posee realmente un corazoncillo castrista.
Y no me refiero a la naturaleza autoritaria que pueda animar a estos especímenes de que les hablo. Me refiero a la ideología que los atosiga y los corroe, la del colectivismo a ultranza, la de la hipocresía del “mejoramiento humano”, la de la igualdad a toda costa.
Y es que no se puede ser anticastrista recelando del individualismo y de la libertad. Es tan simple como eso. (Las medias tintas tampoco valen).
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