
Tideland (2005) es un soberbio ejercicio estético en que el maestro Terry Gilliam continúa buceando en sus preocupaciones más urgentes: los desequilibrios existenciales de la mente, las implicaciones patológicas del intelecto. Sus monstruos son adorables y eternos. El Parry de The Fisher King es, qué duda cabe, el mismo Jeffrey Goines de 12 Monkeys y hasta el Dickens de Tideland. Sus paranoias son las mismas. El hospital ambulante psiquiátrico de Gillian apela a la compasión de los mortales sensibles. La locura apoteósica de Tideland, menos clara y precisa que sus antecesoras, no es la excepción en este punto.
Es curioso, por cierto, como la magnífica Jodelle Ferland nunca logró trascender su personaje tremendo de Jeliza Rose. Lo mismo con Brendan Fletcher, merecedor de los más grandes elogios por su papel aquí. Y es que el mérito principal de Gillian es su inmenso talento para dirigir actores.
La historia de Tideland es la crónica de una locura abarcadora y total donde el horizonte mostaza de las praderas del sur se tiñe de esa macabra visión de un Jeff Bridges pudriéndose en el living de una destartalada casa, mientras su Jeliza Rose imagina un mundo que no existe, o que quizás es más verdadero de lo que pensamos. Porque en fin de cuentas ¿quién puede asegurar cuál es la realidad?
Y allí reside el axioma principal de toda la obra de Gillian, en cuestionar nuestras creencias e ilusiones, en minar toda idea preconcebida sobre la vida y la existencia, en mezclar cualquier vestigio de racionalidad posible. Por cierto, esta pieza es aterradoramente transgresora, al punto de sobrepasar límites morales que nos llevan a un territorio donde predomina lo grotesco en cuasi perfecta armonía con el disgusto y la inocencia. Tideland no es una obra fácil. Tampoco es recomendable para muchos. Se necesita de valor para poder atisbarla y, mucho más, para poder apreciarla.
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