Cuba replica la histeria occidental, de la misma manera que Occidente copió a China. Y así se va construyendo el futuro. Nada es casual.
1301

Ver a Sam Elliot sin bigote es una rareza milagrosa, pero la valía de la muy subestimada “We were Soldiers” (2002) radica en otro lugar; descansa allí, en esa revelación magnificente que reza, o al menos esboza, que al final los soldados no batallan las guerras por una nación ni una bandera, sino por sus propias almas.
Esta pieza es una sólida historia que narra la primera confrontación a gran escala entre las tropas norvietnamitas y las norteamericanas, en noviembre de 1965, en el valle de Ia Drang. La recreación de la batalla es prácticamente exacta a cómo ocurrieron los hechos, y la prolijidad con que se muestran y desarrollan los personajes reales de la historia, desde los más trascendentes a los menos importantes, es de una exactitud cuasi aterradora, según los testimonios de los involucrados.
We Were Soldiers, por su naturaleza, pertenece a la casta de ese subgénero tremendo que ha parido muy disímiles (¡y a la vez tan iguales!) obras como Apocalypse Now, Full Metal Jacket, The Deer Hunter, Platoon y Good Morning Viet Nam, entra tantas otras. Y hay que señalar que Randall Wallace, un escritor especialista en epopeyas históricas (Braveheart, Pearl Harbor) y devenido en director, es capaz de incluir dentro de su historia temas polémicos como el racismo o las inequidades vivenciales de una América adusta, sin recalar en la monserga ideológica con que hoy los teóricos de la justicia social crítica relamen sus heridas. Eran otros tiempos, claro. Las torres gemelas habían sido derrumbadas un año antes y el sentimiento patriótico norteamericano renacía con fuerza inusitada. Se vivía la apoteosis del excepcionalismo post reaganista, aunque al timón estuviera el mentecato Bush.
Hal Moore, personaje principal (el filme está basado en el libro escrito a dos manos por el general de marras, entonces coronel, y el periodista Joshep L. Galloway) es el típico oficial norteamericano tradicional: hombre conservador, religioso, familiar, justo con sus subordinados; una especie de bofetada para el discurso satanizador en contra de la derecha. Nadie mejor, por cierto, que Mel Gibson para encarnarlo en cuerpo y alma.
Wallace termina pariendo una obra correcta, simple, entrañable, visceral, preñada de buenas intenciones, compleja en el tratamiento de los personajes, donde los límites mazdeístas son empujados hasta los recovecos más alejados. Por supuesto que puede cuestionarse toda la retórica intervencionista; el propio Wallace lo hace desde una perspectiva sensata e inteligente: la crítica a los políticos de turno. De hecho, su filme puede considerarse como una pieza revisionista a la usanza de todas aquellas obras post Viet Nam, pero a diferencia del Apocalypse Now de Coppola y, sobre todo, del Platoon de Oliver Stone, acá no hay vergüenza de ser y sentirse norteamericanos.
Tampoco hay cabida para el patrioterismo exacerbado de los tiempos del pre-globalismo, cuando Hollywood retrataba alegremente las contiendas de la segunda guerra mundial como si aquello de los muertos fuera un acto barato de vodevil. La nación, con todo el background teórico de los padres fundadores, se manifiesta en esta obra en casi toda su extensión. Y eso es un logro.
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Mientras el proceso de doma continúe, la pandemia será un sacrificio necesario…
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Ya estamos en el preludio de una nueva época. La cuarta revolución industrial, alentada por todos los grandes poderes políticos y económicos del mundo occidental, es percibida como el futuro justo que merecemos todos, como la consecuencia inevitable del progreso y el desarrollo.
Somos testigos de la muerte de las ideologías tradicionales, hecho que se irá materializando en el curso de los próximos años y que va de la mano con el arribo de la “nueva era”. El futuro, amigos míos, pertenece al post capitalismo (que, precisamente, no es más que una postura anticapitalista).
Al final, la apoteosis del poder del Estado, sueño dorado de las corrientes comunitaristas, no ha llegado de la mano de la teoría marxista y el poder airado del proletariado, sino de los grandes conglomerados monopolistas que surgieron a raíz de la tecnologización de las prósperas sociedades occidentales. El capitalismo ha sido la antesala del absolutismo estatal, y no el socialismo. ¡Que paradoja! Sí, Fukuyama erró solo a medias. El fin de la historia, a pesar de todo, no se encontraba demasiado lejos.
Lo cierto es que las reglas del juego ya han cambiado. El mañana se basará, según los que saben y no callan, en una economía de intangibles, de elementos no físicos, inmateriales. El estado estará (¡ya está!) subvencionado por los grandes capitales, a costa de las libertades individuales del hombre común.
Yo aún no estoy muy seguro de qué papel juega o pretende jugar el imperio chino en este advenimiento de un nuevo “futuro luminoso”. Se puede especular en torno a ello todo lo que queramos con mayor o menor base, pero lo que sí sé es que la elite burguesa occidental lo que pretende replicar (ya lo ha hecho exitosamente en el tema de la pandemia del Covid) es la implementación del totalitarismo tecnológico que Pekín ejerce de manera activa: Un control absoluto del Estado (junto a grandes compañías aliadas de gobiernos e instituciones) sobre la vida de cada uno de los sujetos vivientes.
Toda la política de la justicia social crítica y del cambio climático, tan entusiastamente aplaudida por quienes se denominan a a sí mismos como justos, humanos y progresistas, atenta contra las libertades individuales. Todo el programa político esbozado en el foro de Davos, o por los grandes magnates “benefactores” al estilo de Bill Gates, poseen un fin común: el predominio absoluto del Estado. Y en ello estamos.
1298

AFFLICTION (1997) es una obra poderosa con actuaciones magistrales de Nick Nolte y James Coburn. Cada gesto, cada minúscula expresión rozan la perfección histriónica. Allí radica, sobre todo, el valor de este filme. Y en el guión y la dirección del gran Paul Schrader, por supuesto.
Schrader, que suele dotar a sus personajes de un carácter antiheroico notable (Taxi Driver, Raging Bull, Cat People…) hace descender a su Wade Whitehouse, simple sheriff de pueblo, hombre fallido pero honesto, a los infiernos más horrendos. Su acto postrero de redención es el crimen bíblico del parricidio.
Como cualquier otra cinta de la época, Affliction sería, bajo los estándares de hoy en día, una pieza “fascistoide, misógina y racista”. ¿Por qué? Porque Schrader cuenta una historia descarnada y vital sobre tipos de carne y hueso, irredentos y endebles, trágicos y pecadores. Por cierto, a Nick Nolte le robaron el premio al mejor actor del año para dárselo a un simpático pero muy inferior Roberto Benigni por La Vita e Bella. Al menos, al glorioso James Coburn terminaron haciéndole justicia.
1297
Esta nación se perdió entre la madrugada del 4 de noviembre del año pasado y el día 20 de enero de este año (todos parecen haberlo ya olvidado). Los políticos lo saben, los mecenas también. Los ideólogos, los millonarios, los operadores del apparatchik… Trump y sus aliados, por supuesto. A mí que ninguno venga a hablarme de donaciones y de planes, de elecciones o de partidos nuevos. La pantomima de la normalidad es sólo eso: un discurso vacuo para atrapar incautos y seguir profitando de la ilusión etérea de la democracia. Por mí, que se vayan todos a la mierda.
1296

Ju-On fue la heredera natural, aunque menor, de Ringu. Lo mismo sus versiones hollywoodenses: The Grudge sigue modestamente los pasos, y con cabeza baja, de The Ring. ¿Nakata y Shimizu? La apoteosis del horror nipón.
El neo gore se nutre de la maldad pura como generador de historias. Quizás The Ring (2002) es, en ese sentido, el arquetipo modélico del subgénero que, a diferencia de sus múltiples imitadoras, trae consigo una complejidad existencial notable. No por gusto la versión de Gore Verbinski y la original del maestro Nakata sentaron las bases del nuevo cine de horror en lo que va de siglo.
The Ring es una pieza que, luego de veinte años de haberse filmado, aún continúa siendo lozana, aterradora, letal. Aquella máxima de que sólo el miedo (entiéndase como sentido de supervivencia) te mantiene alerta es, en el imaginario de Nakata y Verbinski, la prueba palpable de que soportar el pensamiento de la muerte es imposible, como diría alguna vez Pascal.
1295

“A Clockwork Orange” sigue siendo una rarísima pieza, reflejo quizás del espíritu psicodélico y punk de inicios de los setenta. Es, probablemente, una cinta estandarte de la subcultura hippie, aderezada con la ferocidad del anarquismo y el descaro de la iconoclastia. Su puesta puramente teatral y metafórica, su sustancia desbordada por el absurdo y la provocación, su fraseología poética y desquiciada, conforman el discurso de la distopía permanente, a pesar de que su violencia se nos antoje hoy como florecilla tierna en un romántico jardín. Cierto es que las inquietudes intelectuales de Kubrick siguen vigentes, y eso es cosa estimable. Hay una indagación manifiesta en los mesianismos y en las inhibiciones. El empleo de un “neo lenguaje” a la usanza de Orwell es indicio de la preocupación por dilucidar los artilugios de la violencia. El mensaje final, escéptico y amargo, contiene la simpleza de la naturaleza humana: se cosecha al final lo que se siembra.
1294
Lo terrible es que no acabamos de entender que la llamada justicia social crítica y todas sus teorías extremistas y anticientíficas sobre género y raza han llegado para quedarse, pues forman parte del discurso oficial del poder en todo el Occidente.
(Recuerdan los chistesitos sobre el castrismo en Cubalandia y la chota generalizada a la tiranía de marras? Pues bien, más de sesenta años y contando. Entienden cuál es mi punto?)
Nada más perjudicial que relativizar el horror…
Tampoco hemos comprendido que vivimos el preámbulo de la muerte de las ideologías clásicas. Ni comunismo, ni liberalismo, ni capitalismo explicarán el devenir futuro. El debate sobre el papel superlativo del estado ya ha sido definido. La muerte y la desprotección de las libertades individuales son un hecho. La apoteosis del autoritarismo tecnológico nos sopla sobre la nuca. Ya veremos…
1293

Mucha de la filmografía norteamericana de la post guerra ha envejecido mal. “In A Lonely Place” (1950), aunque nos resistamos, es un ejemplo palpable, lo cual nos lleva a cuestionarnos, desde el sentido común, qué lugar ocupa la libertad de creación en las sociedades libres. ¿Acaso el arte emancipado es naif? Me hago la pregunta tras la inevitable comparación entre el cine hollywoodense de la post guerra y el soviético, por ejemplo. La ingenuidad de las obras producidas en California, para ese entonces, contrasta enormemente con el realismo voluntarista de los rusos. De allí la diferencia inmensa entre una Scarlet Street o una The Stranger o esta propia In A Lonely Place, con la soberbia Balada de un Soldado, pienso.
En todo caso, para inicios de los cincuenta, Nicholas Ray comenzaba su carrera como artesano para la Columbia Pictures. “In A Lovely Place” fue su primera gran obra, a pesar del fracaso comercial en que se constituyó. Allí va directo al hueso, como avezado carnicero. No pierde tiempo en imágenes superfluas ni en oraciones baldías. Su estilo, heredado de los maestros del cine noir, es notable desde la primera imagen. Hay que dar crédito, claro está, a Andrew Solt y Edmund North, quienes adaptaron brillantemente una historia original de Dorothy B. Hughes. Humphrey Bogart, la estrella de la Columbia para aquel entonces, dibuja con soberbia a un Dix Steel violento e inseguro sobre el cual gira la historia y su leitmotiv principal: el miedo y la sospecha. Ray, realizador irregular que, sin embargo, siempre fue un excelente director de actores (pregúntenle a James Dean cuando se lo tropiecen en el paraíso o el infierno) se da banquete con el gran Bogart al frente de la cartelera.
Sin embargo, la pieza de Ray, a pesar de sus áridos diálogos y su realismo narrativo, termina convirtiéndose en un drama pasional que a la luz de estos tiempos peca de una inocencia extrema, como ya les esbozaba anteriormente. La arremetida de los outsiders de Lee Strasberg se encontraba a la vuelta de la esquina para sacudir el universo conocido, y el propio Ray colaboraría en la muerte del sistema de estudios que terminaría dando paso, a la larga, a una nueva forma de hacer cine. “In A Lonely Place”… a duras penas sobrevive.
Diario sobre mi padre 6
Recuerdo la última vez que fui a recoger a la escuela a mis hijos, Nicole y Rafe, en compañía de mi padre. Debe haber sido un martes 9 o un jueves 11 de febrero. No puedo precisarlo. Ya el viejo había estado hospitalizado en el Baptist Hospital de Homestead y había sido dado de alta el 9 de enero. Fue antes del segundo ingreso en el Kendall Regional Hospital el 17 de febrero. Lo recuerdo. Intentábamos retomar esa especie de tradición que repetíamos en sus viajes anteriores una y otra vez. Papi estaba sentado en el sofá de la sala viendo algo en la televisión y le dije: “Vamos, viejuco”. Como siempre, aceptó de buena gana. Se había recuperado mejor de lo esperado de su primer ingreso. A esas alturas comenzaba a comer mejor y a sentirme un poco más fuerte. Bajaba y subía las escaleras desde hacía días y hasta podía caminar sin asistencia, aunque usaba el roller Walker por razones de seguridad. Sin embargo, aquel viaje a la escuela de los niños fue un aviso del comienzo del fin. Lo noté en su mirada tristísima y confusa, en su semblante gris que avizoraba lo que se venía. Es como si mi padre, en ese viaje de cincuenta minutos de ida y vuelta se hubiera percatado que su herida era de muerte y que jamás podría volver a recoger a sus nietos a la salida de la escuela, y que no volvería a atisbar las barriadas vecinas ni el camino donde mataron al zorro rojo ni a la nichelandia periférica. Creo haberle comentado a mi esposa aquella terrible y oscura impresión que tuve. Aún sigo viendo, a menudo y entre todos los otros recuerdos angustiosos, aquella perplejidad en el rostro de mi padre. Y es muy duro.
1292
Dos amplísimos estudios presentados el 17 de abril de este año, durante el meeting anual de la American Academy of Neurology, muestran concluyentemente que “las complicaciones trombóticas no son comunes en pacientes con Covid, y de estar presentes, no incrementan el riesgo de muerte”.
Esta conclusión echa por tierra aquel discurso alarmante y terrorífico de que el Covid es una causal de cuadros variados de tromboembolismos, accidentes hemorrágicos y coagulaciones intravasculares diseminadas. Yo en varias ocasiones he cuestionado, desde la fisiología, estas afirmaciones sin basamento alguno. Y ahora el resultado de ambos estudios demuestran que NUNCA estuve equivocado.
La primera de estas investigaciones (2.699 pacientes) llevada a cabo en 52 diferentes naciones, muestra un stroke rate de 2.2 % entre pacientes positivos hospitalizados. La segunda investigación (119.967 pacientes) revela un rate de 1.4%, cifra aún menor, hecho relevante teniendo en cuenta que este estudio fue realizado entre casos de hospitalización en 70 países.
Ninguno de los dos estudios mostró asociación entre accidentes isquémicos y mortalidad.
Otras investigaciones anteriores, con universos de pacientes más reducidos, llegaron a la misma conclusión: el stroke rate es bajísimo y poco significativo en índices de mortalidad entre pacientes hospitalizados por Covid. En Korea el valor reportado de stroke rate fue de un 1.2 % y en los Estados Unidos (American Heart Association) un 0.7%.
Los accidentes vasculares hemorrágicos predominan sobre los isquémicos, y una probable causa etiológica se debe a errores de tratamiento, pues en los protocolos hospitalarios de casi cualquier nación el uso indiscriminado de anticoagulantes con LMWH/heparinoids es una regla ineludible entre pacientes hospitalizados por Covid.
Ojalá la ciencia pueda librarse de discursos ideológicos e intereses monetarios y pueda terminar echando abajo la farsa que ella misma ha ayudado a implementar.
1291
El castrismo tiembla tras el folclórico y combativo Baile de los Cisnes ejecutado en plena calle, con el acompañamiento musical del muy pronto redimido silvio rodríguez (así, en minúsculas, claro). Eso, por un lado.
Y por otro, hay una seriecilla en Netflix sobre una “familia cubana” dueña de un Bakery en plena calle ocho, donde ninguno de los actores (absolutamente ninguno) es… cubano! Puertorriqueños, colombianos… y hasta peruanos! Pero ningún cubiche en una ciudad plagada de compatriotas. Eso les dice algo?
Y hasta aquí las noticias faranduleras de hoy domingo. Nos vemos en la próxima, muchachos.
1290
El mundo ya cambió… El año 2020 fue el parteaguas: la histeria manipulada del virus y el fraude de noviembre terminaron por derrumbar el dañino mito de las democracias funcionales
1289

El mundo está más cerca de A.I. Artificial Intelligence (2001) que de los zombies de Romero. O lo que es lo mismo, la visión totalitaria de Orwell, Huxley y Dick se ha impuesto sobre el apocalipsis de Darabon y compañía. Spielberg heredó a fines del siglo pasado un proyecto largamente acariciado y organizado por Stanley Kubrick. No sabemos lo que nos habría legado el genio de 2001 de haberse concretado su visión sobre la historia de Brian Aldiss, pero Spielberg, quien quizás no posee la profundidad filosófica de Kubrick, termina regalándonos aquí una historia emotiva, trascendental e insondable que puede equipararse, por momentos, al mismísimo misterio de la vida y de la muerte.
A.I. hereda el desafío argumental (y filosófico) de Blade Runner, al confrontar la existencia y la muerte a niveles que traspasan las leyes complejas de la física y de la vida que tradicionalmente conocemos como “verdad”. Para ello se recurre, como hiciera Philip K Dick en su narración primaria, al arquetipo del androide como recreación de la singularidad humana. Se recrea la leyenda de Pinocho, el niño madera convertido en humano. La escena del encuentro de David con el profesor Hobby, especie de apoteosis argumental de la obra, recuerda en gran medida, al acercamiento previo de Roy Batty con su padre, el Dr. Tyrell, lo que me parece que viene a ser una especie de recreación de aquel versículo bíblico, el Mateo 10:21, donde se nos dice que “Y el hermano entregará a la muerte al hermano, y el padre al hijo; y los hijos se levantarán contra los padres, y les causarán la muerte”.
La historia de Aldiss, al final, es una búsqueda de la trascendencia, del sentido de la vida y una salutación al Carpe Diem de Horacio. Técnicamente no es la mejor pieza de Spielberg, eso está claro. Hay inconsistencias en el ritmo, fruto de una edición algo descuidada por momentos. Pero la humanidad de la historia y su hermosísimo final (sí, la tristeza es parte también de la belleza) compensan cualquier debilidad posible.
Aquella etapa de positivismo exagerado por la que navegó Spielberg en sus inicios, con obras excelentes pero extremadamente naives (ET, Close Encounters of the Third Kind) daría paso hacia comienzos de este nuevo milenio a una nueva visión terrible y pesimista sobre el futuro. A. I. es parte vital de esa triada desesperanzadora que completan Minority Report y War of the Worlds, obras quizás menores pero que cargan consigo la fuerza arrolladora del sentido común.
1288
Raúl Castro deja su cargo de primer ministro del PCC en Cuba y el neocastrismo comienza a afianzarse como el devenir insoslayable de la isla. El futuro (luminoso) pertenece por entero al (neo) socialismo.
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THE SHOOTIST (1976) fue la última película filmada por John Wayne. Don Siegel y Dino De Laurentis, la imaginaron para brindarle un homenaje en vida al gran Duke quien, como en esos misterios insolubles de la existencia , aparecería por última vez en la gran pantalla antes de que el cáncer de estómago le disparara a traición y lo abatiera en el polvoriento camino de la existencia.
“Soy un hombre moribundo, asustado de la oscuridad” confiesa el avejentado y recio J. B. Books en el final de sus días. En un guiño del destino, Wayne interpreta a un viejo pistolero aquejado de un cáncer terminal, hado que le esperaría tan solo tres años después en la vida real.
El personaje cansado y enfermo de Wayne representa el final de una era. Curiosamente la muerte del western clásico norteamericano había acontecido en la década anterior y ya en plenos setenta sólo el revisionismo, del cual The Shootist es un ejemplo paradigmático, tenía espacios en el género. Es decir, Wayne despedía una era desde las entrañas de un nuevo paritorio letal.
The Shootist es una pieza vital, un canto de cisne, una despedida necesaria y cruel… un testimonio irrebatible de que la ausencia de John Wayne dejaría un vacío irremplazable. No te la pierdas.
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La tristeza (que emerge de los rumores de la memoria perdida de Nicholson) siempre vuelve cuando revisamos su obra. Con “The Two Jakes” (1990) el fenómeno se da por partida doble. Por ser actor y director.
Por cierto, se requiere de mucha valentía para imaginar una secuela del Chinatown de Polanski, pero Towne volvió a la carga con un sólido guión y Nicholson se dedicó a dirigir con austeridad, apartándose de artificios y petulancias. La principal falencia de la historia es su falta de balance entre humor y drama, cuestión relevante que el inexperto Nicholson es incapaz de resolver.
En todo caso, un Harvey Keitel formidable, como casi siempre, y una Madeleine Stowe encantadora antes de su apoteosis en el siempre inmisericorde Hollywood, evitan que la pieza sea olvidada. A ello hay que agregar al bueno de Jake Gittes… o al malvado de Jack…
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Fuera de las complicaciones respiratorias usuales causadas por cualquier virus en pacientes de riesgo, la singularidad clínica del Covid que ha causado un terror exacerbado (apuntalado por la media y los profesionales cobardes) ha sido esa respuesta inmunológica soberbia que termina estableciendo un fallo multi orgánico casi siempre en pacientes jóvenes y sanos.
Si fuéramos a precisar un porcentaje específico de estos casos en el universo general de pacientes positivos, las cifras serían prácticamente insignificantes. La propia etiología apunta más a una condición genética previa que a la propia virulencia del Covid-19.
Ah, pero ese discurso no le cuadra a los propagadores del terror, por supuesto! En las teorías apologéticas del apocalipsis, la satanización del virus es fundamental para tupir a neófitos e incautos.
Por cierto, ese minúsculo porcentaje de tormentas citoquínicas, tan bien promocionado por los ejecutores del futuro luminoso, parece tener solución con el desarrollo de inhibidores de la Topoisomerasa 1, que ya investigan numerosos centros norteamericanos como el Icahn School of Medicine at Mount Sinai en New York y el College of Medicine de la Universidad de Cincinnati.
No sé si a tan relevante descubrimiento se le permitirá arribar a buen puerto. La lucha por el “bien común” es implacable y no admite “inconsistencias”…
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THE PROPOSITION (2005) es un western australiano filmado por el talentoso John Hillcoat, y que en términos geográficos más precisos vendría a ser en realidad un Southern. Hillcoat, por cierto, al igual que muchos otros talentosos realizadores como David Fincher y Spike Jonze, proviene de las filas del video musical.
Su “The Proposition” es una pieza que contribuye a la mitología histórica de la humanización de Australia, tal y como el género cowboy lo hizo con el oeste norteamericano. Su visión de la Queensland profunda, salvaje e inmisericorde es poesía pura. Y es que también hay una especie de mística macabra en la manera de narrar de Hillcoat, una tensión insoslayable y acuciante que intranquiliza el alma y provoca temores.
Las vastas planicies amarillas por donde cabalga Charlie Burns son el remedo de la terracota de las colinas del Midwest; los aborígenes koorie, apaches pieles rojas… La historia desquiciada de Nick Cave se desborda de caracteres complejos, muy humanos, en lo absoluto maniqueos, frutos de aquellos tiempos violentos pero honestos. Y entre una constelación de formidables actores (Guy Pearce, Emily Watson, John Hurt), se destaca un Ray Livingston soberbio que da vida al capitán Stanley, ese hombre atrapado por las circunstancias y un estricto sentido del deber.
El amor y el desamor entre hermanos ha sido desde los tiempos bíblicos una constante de la literatura y de la historia. Para Hillcoat, no es más que el leitmotiv de esta pieza montuosa, inconmensurablemente cruel, aterradoramente triste, que nos susurra al oído que la vida no es fácil y que el dolor se impone. Cualquier narrativa perpicaz y sensible sobre el misterio de la muerte es ya de por sí una obra atendible. The Proposition cuenta con el plus del talento de Hillcoat. No te la pierdas.