El pasado once de julio volvió a demostrarse que la desesperación, el hambre y la miseria son generadores de valor colectivo. (El valor como estado puro es una utopía, por cierto). Pero, para aniquilar a una tiranía totalitaria cualquiera, no bastan las buenas intenciones. Se requiere también de ese instinto animal, de esa sabiduría ancestral de que degollar al enemigo es la única solución posible.
Viendo el video donde un montón de gente increpa verbalmente al asesino Ramiro Valdés en alguna provincia oriental, me percato de que el fin del castrismo que conocemos no será tan radical como algunos piensan. (El dedo sobre el delincuente Díaz Canel y las consignas reguetoneras son otro ejemplo). Un pueblo sabio habría aniquilado al represor Valdés y lo habría colgado patas arriba (a la usanza de Mussolini) a la vista de todos.
Las bases para una transición, si acaso, hacia una especie de “democracia suave” donde reine la impunidad, seguramente ya se planean en la white house y en los espaciosos salones de la ONU. Cuestión de esperar meses o años… y voilá!
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