
Hace unas semanas vi por primera vez TRUE GRIT (1969), la versión original de Nathan Hathaway sobre la cual, luego, los hermanos Coen construirían una nueva versión. Y la opinión que me he formado, al final de la jornada, es que el True Grit original es superior a la pieza coeniana por dos razones principales: la simpleza de sus postulados y la claridad con que se cuenta la historia. Además, a pesar de la grandeza de Jeff Bridges, por acá tenemos a John Wayne, el legendario Duke, y ése es un factor imprescindible.
Al igual que en Hondo, por ejemplo, al personaje de Wayne se le relaciona en este caso con una adolescente que busca vengar el asesinato de su padre. La relación que se establece entre el rudo pistolero y la decidida y cándida muchacha realza el carácter humano del excepcionalismo norteamericano. Y es que Wayne interpreta una y otra vez al mismo personaje, pero de manera memorable. El Duke es la representación del conquistador americano, héroe con virtudes y defectos, pero de gran corazón y un sentido moral de la vida superior al de la masa común.
A todo ello añadamos la curiosidad de contar en papeles secundarios con un todavía poco conocido pero veterano Robert Duvall (antes de The Godfather) y con un asiduo de las cintas del oeste de la época, el gran Dennis Hopper (¿acaso lo recuerdan en High Moon?)
No hay dudas de que la pulcritud estética de los hermanos Coen es cuasi insuperable, pero la prístina hechura de Nathan Hathaway, tan ajena a estos tiempos, tan simple y exquisita, es un ejercicio prácticamente inalcanzable para cualquier obra reciente. Nos hemos complicado demasiado, ya no es la principal virtud narrar historias que necesiten ser creídas. Nos ha sobrepasado la maldita circunstancia de la post modernidad, parafraseando a Piñera. Y no creo, en lo absoluto, que vayamos a echar pie en tierra para volver a mirar hacia el pasado. Allí radica la magnífica importancia de una pieza como la original True Grit, en la certeza de que siempre será pura, inolvidable y cercana.
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