
GOOD MORNING VIETNAM (1987) es uno de esos filmes que repito cada dos o tres años. La obra posee el espíritu de MASH, porque fue Mitch Markowitz quien la escribió, claro está. Y el talento imperecedero de Robin Williams, quizás el payaso más memorable del cine norteamericano, el hombre con el mayor ingenio vocal que yo pueda recordar, se tropieza aquí en perfecta conjunción (como un alineamiento de estrellas y planetas) con Barry Levinson, el judío-ruso de Baltimore, que se situaba para aquel entonces en el pináculo de su prime creativo.
Entre las muchas cosas memorables y buenas que nos lega Good Morning VietNam, está aquella escena conmovedora, formidable en la que Adrian Cronauer hace chistes a los jóvenes soldados que parten al campo de batalla. Es la revelación de que la gente llana importa y de que el sacrificio es ajeno a los burócratas, a los políticos y a los altos mandos militares. Cronauer, por cierto, fue un personaje verdadero, uno de los baluartes culturales de la derrota de Bob Dole y del posterior triunfo electoral del viejo Bush. Williams lo eterniza y lo enaltece.
Por otro lado, hay un espíritu revisionista en este filme, por supuesto, una leve sombra dubitativa que no denuncia al comunismo por su nombre y que solo esboza sus horrores… así, como quien no quiere las cosas, a la par que carga la pesada mano de la condena sobre ese mismo aliento que permite la crítica y el auto escarnio de una sociedad entera. Pero es tan sólo un minúsculo bosquejo de lo que abunda hoy mismo: el falso mito de la democracia como Saturrno, devorándose a sí mismo, como la cruzada albigenense condenando a los cátaros del sur de Francia.
Pero Levinson no es Inocencio III, no es para tanto, porque también hay matices en la obra que terminan por evitar el maniqueísmo forzado. No olvidemos que los ochenta eran años preclaros donde la fuerza de la izquierda cultural aún no había arrodillado al occidente.
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