
Parasite (Gisaengchung – 2019), una cinta que ganó el Oscar al mejor filme de habla inglesa, (donde el único término (post) anglo que se usa es el universal “wi-fi”, además de Jessica y Kevin como nombres de pila y alguna otra frase al vuelo como “I’m deadly serious”) es una historia genial, repleta de situaciones hilarantes y, sin embargo, trágicas que Bong Joon Ho, su creador, maneja con una sagacidad cinematográfica escasamente usual.
Sus personajes, memorables e infaustos, son sometidos a una espiral dramática shakesperiana que sólo puede concluir en la más profunda de las iniquidades: la de la desesperanza a ultranza.
En el universo de Bong Joon Ho los pobres son pillos, manipuladores y holgazanes (a la usanza de Cervantes) y los ricos tontos, crédulos y cabeza-huecas. Por ello su crueldad es infinita, su escepticismo brutal. Su mirada cínica sobre la sociedad y la naturaleza de los hombres es implacable.
Bong Joon Ho ha terminado captando, con esa agudeza tan habitual de los incomprendidos, que las comunidades se construyen sobre la farsa del bien común obviando la real sensibilidad del animal humano, aquella que los convierte en víctimas y victimarios, a la manera de esas otras manadas de lobos esteparios que moran por doquier…
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