
“Black Phillip, Black Phillip, a crown grows out his head. Black Phillip, Black Phillip, to nanny queen is wed. Jump to the fence post. Running in the stall. Black Phillip, Black Phillip, king of all”.
Bastó “The Witch” (2015) para que Robert Eggers se nos revelara como un genio incomprendido y loco que venía a sacudir el rutinario mundo en que vivimos. Y así fue, porque su magistral “The Lighthouse” lo corroboró con creces. Y es que como les he dicho alguna vez, Eggers es sobre todo un esteta. “The Witch”, su ópera prima, es una historia amarga, que se adentra en el recóndito pasado de la nación americana, atribulada de dolor y de pastores, donde la religión, con todo el misterio inmenso que conlleva tal cosa, pendía como una pesadísima aldaba encima del alma moral de todos.
Una familia de pioneros se abre camino entre el salvajismo del pretérito oscuro, asidos a la fe de las viejas escrituras y al fervor por sobrevivir a cómo de lugar. ¡Y de que espléndida manera lo cuenta Eggers! Sus actores son formidables y su historia, rala, seca, espantosamente cruel.
(El propio Egger, por cierto, Ari Sister, Luca Guadanigno… pertenecen a una especie de nueva ola del cine de horror, donde no solo basta el miedo por el miedo, sino que adentrarse en las raíces más insondables del misterio de la propia existencia parece ser el trofeo mayor, el magnífico Dorado creativo).
Como les decía, esta familia de pioneros termina por asentarse en los contornos de un bosque tan oscuro como la conciencia podrida de los hombres, para dar de comer a sus numerosos hijos. Pero la cena está servida en otra parte… Es tanta la profundidad de Eggers, es tanto su perfeccionismo, manifestados entre trazos simples, silencios aterradores, lenguas antiguas que farfullan los colonos, y en ese ocre gélido y espantoso de la América de los pilgrims, que terminada la pieza no podremos apartarla de nosotros; la sostendremos para siempre, sin remilgos, como las brujas descarnadas su aliento al elevarse por los aires.
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