
Recuerdo la primera vez que vi “The Silence of the Lambs” (1991). Fue en Cuba, alguna noche de jueves de 1992, en pleno “período especial”, cuando el hambre y los apagones nos torturaban inmisericordemente. Antonio Mazón Robeau la estrenó en su espacio de “Toma Uno” y mi madre y yo la contemplamos sentados en nuestros sillones de caoba en la sala, mientras matábamos los mosquitos que el aire del ventilador no podía neutralizar.
Jonathan Demme había sido hasta entonces, durante los setenta y los ochenta, un realizador mediocre de filmes menores, series de televisión y videos musicales que, si acaso, era ligeramente reconocible por su “Married with the Mob”, cinta donde había empatado a la bellísima Michelle Pfeiffer con el enano Dean Stockwell para legarnos una comedia regular y simpática que fue bastante popular en la isla. Por eso cuando Mazón nos presentó The Silence of the Lambs me pareció estar en presencia de un Ben Johnson del celuloide, en este caso Demme, un tipo aupado por los esteroides anabólicos que, en vez de músculos y velocidad, le habían otorgado el raro don de la genialidad creativa.
La película es casi perfecta, como muchos de ustedes ya lo saben. Posee el aura indescifrable y mística de las obras maestras. La historia de Thomas Harris no sólo se narra de una manera excepcional en términos estéticos y estilísticos, sino que los componentes que la configuran son superlativos y asombrosos: las actuaciones todas (el talentoso Hopkins en el papel de su vida y la Foster regalándonos el performance femenino más relevante, en mi opinión, de toda la historia del cine); el trabajo técnico de edición; la fotografía pragmática y, sin embargo, voluptuosa y aguda; la banda sonora extraordinaria de Howard Shore…
Tras The Silence of the Lambs, Demme volvió al redil y continuó filmando malas cintas y mediocres capítulos de series televisivas. La buena crítica de la posterior y poca afortunada Philadelphia no fue más que un efecto residual de los corderos. En fin de cuentas, aquella obra que se comenzó a filmar un 15 de noviembre de 1989 y que finalizaría sus tomas tres meses y medio después no fue más que un pequeño milagro que iluminó el tramo final de un siglo tempestuoso que comenzaba a largarse. Ello solo merece que cantemos loas al ya fallecido Demme, y que lo citemos siempre que podamos con afecto y agradecimiento.
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