Si a Buñuel se le ha reconocido su incisivo talento para enjuiciar a las clases altas de la sociedad, en “Viridiana” su genio se desperdiga, hasta alcanzar a la baja ralea, con sus miserias, egoísmos y maledicencias. Lo execrable de la naturaleza humana no reconoce de niveles ni sacrificios. La victimización de los menos favorecidos no pasa de ser un maniqueísmo, una falacia, nos dice el genio de Calanda. Y no los narra con su humor cruel y despiadado; un humor que no solo amenaza, sino que se lo traga todo, como quien se zampa una galleta en Navidades y luego la eructa frente a sus invitados.
En ese sentido, “Viridiana”, se constituye en una especie de contraparte, pero al mismo tiempo en complemento, del “El ángel exterminador”, aquella otra obra donde Buñuel construye una fábula existencial basada en la asfixia de la claustrofobia, y en la anteposición al temor a los espacios abiertos, a la agorafobia de la sobrevivencia. Pero si en esta el creador se toma todo el tiempo del mundo para construir personajes y diálogos, en “Viridiana” todo irrumpe en un tono “in crescendo”, que acomete de forma inesperada y nos deja colgados a un final tremendamente cínico y oscuro. Una es cerrada y paciente. La otra, abierta y presurosa. Pero las dos convergen en el tronco común que interesaba a Buñuel, las eternas preguntas que desde siempre nos rondan: ¿cuál es la naturaleza que nos anima, el instinto que nos caracteriza? “Viridiana” intenta explicarlo, desde la visión más arriesgada y menos condescendiente. Su honestidad intelectual nos sobrepasa.
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