Alexandria, ese lujoso condominio con casas de medio millón de dólares, amigables con el medio ambiente, con paneles solares y zonas de auto abastecimiento, una iglesia y dispensarios, convertido en refugio de una antigua congresista y muchos de sus seguidores tras el apocalipsis, es la metáfora perfecta de los tiempos que vivimos. Sus habitantes, sobrevivientes pasivos del horror, mantienen un ambiente “safe”, libre de armas, a pesar de los muertos andantes y de los humanos despiadados que merodean en el “exterior”. El encontronazo con el grupo de Rick, testigo del fin de los tiempos desde la perspectiva más brutal, crea un enconado debate acerca de cuán lejos se debe llegar en post de la sobrevivencia.
Las alegorías de The Walking Dead, siempre encaminadas a cuestionar el status quo imperante desde una perspectiva despiadada y salvaje (porque a final de cuentas se trata de la supervivencia más primaria), convierten a esta serie creada por el genio de Frank Darabont, a punto de partida de la obra de Robert Kirkman, y continuada con maestría por Greg Nicotero, en el ejemplo más fehaciente de la ira del conservadurismo, de la intencionalidad de mantener el espíritu de la constitución norteamericana dentro de los márgenes de la discusión constante. No existe, en mi opinión, ninguna obra actual con el alcance existencial que nos propone The Walking Dead. Échenle una mirada en cuanto puedan, si es que aún no lo han hecho.
Escrito en ei 2016
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