La abolición de la segunda enmienda posee un significado simbólico más que práctico. Despojar a la nación americana del derecho a usar armas sería un triunfo formidable para la propaganda “progresista”, pero en términos reales la implicación sería escasa.
Si algo se ha demostrado durante los últimos meses es que, a diferencia de lo que pensaban los padres fundadores, las armas en manos del pueblo hoy en día no son capaces de evitar en lo absoluto la apoteosis del Estado. Siento desanimarlos, pero es la verdad incontrastable.
Si el día de mañana un grupo de patriotas decide alzarse en armas para oponerse al autoritarismo progre… serán barridos en cuestión de horas y presentados frente al cadalso como extremistas peligrosos y violentos que buscaban socavar la democracia. ¿Y quiénes serían los encargados de barrerlos? Pues las fuerzas policiales y militares, que no son otra cosa que testaferros del gobierno, allí donde se encuentren.
La ilusión de los soldados como garantes de los derechos del pueblo se disipó dramáticamente tras las asonadas latinoamericanas del siglo pasado y la posterior satanización mediática por parte de las propias “democracias occidentales”. La suerte está echada y, sobre todo, milimétricamente calculada.
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