3002. EL CARPE DIEM DE DEMME.

Melanie Griffith y Ray Liotta

«La nariz rota no te va a matar, Nelson».

La trascendencia es la preocupación vital del hombre, porque significa en cierta forma derrotar a la muerte. Nada más angustioso que el paso fantasmal por los avatares de la vida. Borges extrañamente nos adelantaba una sentencia epicúrea: «En este invierno están los antiguos inviernos», realzando el carácter trágico del Carpe Diem de Horacio… carpe diem, quam minimum credula postero… Lo cierto es que, por regla general, no queremos morir. O al menos, ante la inevitabilidad del hecho, si morimos ansiamos teñir de cierta gloria nuestro paso por la vida.

La espada de Damocles del Memento Mori siempre colgará sobre nuestras almas infelices. La máxima de Schopenhauer es certera, «La vida, una vez perdida, no se puede recuperar». La Audrey Hankel de Melanie Griffith lo sabe a ciencia cierta. El Charles Driggs de Jeff Daniels lo intuye y se convence. «Something Wild» (1986) es una obra que trata sobre el límite de las libertades y sobre el carpe diem de Horacio. Sobre la renuncia de los hechos normales y la voluntad de vivir a tope. Es un concepto muy ochentero, por cierto.

Una chica salvaje acostumbrada a existir al límite y un joven yupi neoyorkino que apenas si posee conciencia de que la vida se escurre. Si algo aparte de «The Silence Of The Lambs» hizo Jonathan Demme que pudiera perdurar, fue esta «Something Wild», una pieza repleta de ese aliento salvaje de supervivencia que nos anima a cada paso. «La vida es un entretenimiento frívolo con un final atroz», nos dice Bioy Casares. Por eso, como revela Cervantes en el Quijote, «Váyase el muerto a la sepultura y el vivo a la hogaza», un apostolado de naturaleza concluyente que también implica riesgos, pues cuando quemamos las barcazas, por delante sólo nos queda el mar profundo e insondable.

«Something Wild» no es más que una road movie ochentera muy bien escrita por E. Max Frye cuando éste todavía estaba en la escuela de cine. Frye, de más está decirlo, recoge el espíritu de la era cuasi a la perfección. Y tenemos en ella a Melanie Griffith como la reencarnación de Marilyn.; una Marilyn salvaje e irresistible; una Marilyn aparentemente malvada. Ray Liotta, en su primer protagónico, inquietante y soberbio, fue recomendado por la propia Melanie, quien lo conocía desde los tiempos de sus clases de actuación. Y Demme se aprovecha del talento y las ganas. Y termina armando una historia entretenida y sagaz que ya es parte de nuestra memoria sobre un tiempo pasado y mejor.

3001. CINE NEGRO A COLOR

Desert Fury, con Burt Lancaster y Lizabeth Scott

Era apenas un muchacho cuando cayó en mis manos el «Cosecha Roja» de Dashiel Hammett. Sus páginas teñidas de sangre se parecían a las calles de Colón, a sus barriadas. Sus matones eran los mismos de La Creche. El detective sin nombre, rudo y áspero como un tronco sin alma, era un paradigma inalcanzable para quienes pretendíamos, a nuestros escasos años, elevarnos sobre el bien y el mal. La propia novela inspiraría, cosa de la que me percataría más tarde, a clásicos del cine como «Yojimbo» y «A Fistful Of Dollars», Kurosawa y Leone. Casi nada. Luego arribarían a la casa de la calle Agramonte Sam Spade y el gran Philip Marlowe, Raymond Chandler y James Mallahan Cain, la colección de cuentos de la Black Mask, el halcón maltés impregnado de Bogart, la llave de cristal, el sueño eterno que es la muerte y el largo adiós que es el final, un cartero que repite la llamada en aquella noche tempestuosa, los intentos frustrados de la escritura hispana y la semana negra de Gijón.

El cine noir sería parido por la literatura. Sus claves argumentales son las mismas: un tipo duro y levemente amoral que carga sobre sus hombros la decencia perdida; una mujer fatal capaz de complicar hasta al más pinto, la Gea que ha dado a su hijo Cronos una hoz asesina; el policía dubitativo o corrupto que se debate como Orestes frente a su madre insoportable; la muerte que ronda cada resquicio y cada esquina…  Para el maestro Chandler la literatura negra debía ser realista y verosímil, sencilla y sorpresiva, coherente y honesta. Su alter ego visual debía de desandar los mismos causes. Para ello no basta una línea soberbia y bien escrita o una alocución cualquiera sobre los vientos ardientes del Santa Ana (Chandler comienza uno de sus cuentos evocando a la esposa que pasa sus dedos sobre el filo del cuchillo de cocina mientras el calor del desierto le causa angustia). El cine es poesía gráfica y no oral. Es así como el expresionismo exportado de la Europa germana (Josef von Sternberg, Otto Preminger, Fritz Lang, Michael Curtiz, Charles Vidor, Robert Siodmak) se convirtió en una característica ineludible de las obras del género, además del rasgo más distintivo y cardinal y, sin embargo, vulnerable de toda la cinematografía noir: el color en blanco y negro que se erigiría como metáfora impenitente del mal.

Para muchos fue William Wyler, uno de los artesanos más excelsos que pariría el cine de los grandes estudios, quien inauguró el género en 1940 con la adaptación de una obra de teatro escrita por William Somerset Maugham, «The Letter» (1940), protagonizada por Bette Davis. Es probable, pero al menos demuestra una cosa: las historias pueden ser adaptables, pero la estética es primordial. Allí donde prime una sociedad violenta, cínica y corrupta (en todas partes) habrá espacio para revelar, como las profecías delirantes de las pitias del oráculo de Delfos, el cáncer que metastiza cada linfonodo, cada resquicio del cuerpo putrefacto en el que moramos todos. ¡Y tal enfermedad horrenda tenía que ser contada en blanco y negro! Sin embargo, hay ejemplos (como los que traigo a colación) que rompen con la idea artística clásica que se tiene del género, con el conservadurismo teórico de que el cine noir es aquel que se filmó en los cuarenta y cincuenta bajo las rígidas normas del expresionismo bicolor.

A mí en lo personal me parece que los prolegómenos del cine negro no se le pueden adjudicar a Wyler sino a John Huston, quien rodaría su propia adaptación de una novela escrita por Dashiel Hammett, «The Maltese Falcon» (1941) y pondría en el rol principal a Humphrey Bogart (un sólido actor que hasta ese entonces solía interpretar rudos delincuentes al margen de la ley en las cintas gánster proto-noir de la década del treinta) como el personaje icónico por excelencia del género (no olvidemos que Bogart también fue Philip Marlowe en el «The Big Sleep» de Howard Hawks, un guión adaptado por William Faulkner de la novela de Chandler). Y todo el clasicismo del género se repartiría justo hasta antes de la década de los sesenta, cuando la muerte de los grandes estudios decretaría el final de una época. «Laura» (1943) de Preminger, « To Have And Have Not» (1944) nuevamente de Hawks, «Scarlet Street» (1945) de Fritz Lang, «Gilda» (1946) de Charles Vidor, «The Lady From Shanghai» de Orson Welles, «Key Largo» (1948) y «The Asphalt Jungle» (1950), otra vez de Huston, «Strangers On A Train» (1951) la adaptación de una novela de la gran Patricia Highsmith por parte de Raymond Chandler y dirigida por Alfred Hitchcock, entre otras, constituyen el pináculo, lo que más brilla y vale de un género que se adueñó del cine norteamericano de la guerra y la post guerra y que aún hoy es un recordatorio de cuánta gloria se ha perdido en el arte.

Sin embargo, les vengo a hablar de algunos filmes que pese a ser considerados dentro de la categoría noir no cumplen, en mi opinión y también en la de la casa restauradora Criterion Collection (que publicó en su canal una amplia selección de piezas no «ortodoxas» de la cual yo he seleccionado cinco) con las características típicas legítimas que se le ha adjudicado al género. Un par de párrafos arriba les comentaba que el noema de la filmografía negra es su expresionismo bicolor. Y la principal afrenta estética que podía imaginarse en aquellos tiempos de puritanismo (en el buen sentido del término) era utilizar el Technicolor o el Cinemascope para hablar sobre la corrupción y la codicia, sobre la criminalidad y los pecados. El Technicolor tricolor (desarrollado hacia finales de la década del treinta) y el posterior Cinemascope surgido ya en los cincuenta, intentarían también imponerse (recordemos que la pantalla grande debía ser un espectáculo) más allá de especies y de variedades y en ese sentido no reconocían fronteras.

«Leave Her To Heaven» (1945), un melodrama filmado por John M. Stahl, ruso judío nacido en Azerbaiyán y fundador de los estudios MGM, de larga carrera en el cine mudo y una aceptable transición al cine hablado, fue la primera cinta considerada «negra» que se apartó de los cánones estéticos del género. Rodada en un impresionante Technicolor que tiñe todo a su paso, con un guión de Jo Swerling basado en una novela de Ben Ames Williams, un escritor que publicó muchísimos cuentos en el Saturday Evening Post y que tras la Gran Depresión comenzó a crear novelas, narra la historia de una mujer fuerte y posesiva, capaz de hacer casi cualquier cosa por salirse con la suya, que termina engrapando a un hombre bueno y decente en una espiral de horror y dolor. El crítico Aren Bergström, de hecho, afirma que «Gone Girl», la cinta de David Fincher, es una especie de versión moderna de la pieza de Stahl, cosa que podría ser medianamente cierta. Gene Tierney, de mirada incisiva y rictus de severidad inconmovible. desborda la pantalla, se roba cada aliento. Tierney no era una belleza tradicional, por cierto. Delgada y en ocasiones pétrea, con dentadura imperfecta y mohín despectivo, se alejaba estéticamente de otras estrellas femeninas de la época. Para ese entonces se hallaba en su prime. «Laura» de Otto Preminger y «Heaven Can Wait» de Ernst Lubitsch así lo atestiguan.

En «Leave Her To Heaven» no tenemos presente a un tipo duro y levemente amoral que se sobrepone al ambiente hostil que lo rodea. El Richard Harland de Cornel Wilde es un hombre débil y manipulable, una imagen vívida del escritor como víctima referencial, algo típico de la cinematografía de Hollywood a lo largo de su historia. No hay detectives privados ni policías corruptos, no hay crímenes para ser investigados ni patriarcas millonarios que esconden algún hecho delictivo. En ese sentido, aparte del Technicolor, el filme de Stahl se acerca más al típico melodrama que a las historias de Hammett. Y como curiosidad, podemos atisbar en esta pieza algunos signos de modernidad, como la ingesta de sándwiches de pavo y las cremaciones a los muertos, por ejemplo.

«Desert Fury» (1947), de Lewis Allen es, en cambio, una especie de policiaco rural. También rodado en Technicolor, posee un par de curiosidades, las de ver a Mary Astor, aquella estrella del cine mudo que luego había triunfado junto a Bogart en «The Maltese Falcon» y a un muy joven Burt Lancaster que aquí filmaba su primera película en Hollywood, aunque «The Killers», que se produciría después, se estrenaría primero y sería reconocida por muchísimos especialistas como el primer título de su carrera. Grueso error. El guión adaptado del excelente Robert Rossen sobre una novela de Ramona Steward posee diálogos chandlerianos y personajes intensos. Las escenas se rodaron en locaciones de la pequeña ciudad de Piru en el condado de Ventura, California, que gracias al color revelan la belleza infinita del medio oeste norteamericano. Lizabeth Scott, una actriz histriónicamente limitada pero muy competitiva que adquirió fama en la década de los 40 y los 50 por sus papeles en cintas noir y por su relación con el productor Hal Wallis, da vida a una mujer víctima de las circunstancias, muy alejada del canon de la belleza infausta y fatal que caracterizaba al género. «Desert Fury» es básicamente un melodrama.

Pero lo más interesante y poco usual de la historia narrada por Lewis Allen es el contenido que se cuenta. El experto en cine negro Eddie Muller escribiría: «Desert Fury es la película más gay jamás producida en la era dorada de Hollywood. El filme está saturado con un color increíblemente exuberante, diálogos rápidos y furiosos llenos de insinuaciones, dobles sentidos, oscuros secretos, indignadas bofetadas, sobreexcitados violines de Miklos Rosza… ¿Cómo ha escapado esta película a su renacimiento o al estatus de culto? Es Hollywood en su forma más gloriosamente loca». Y es que la relación que se cuenta entre los villanos de la historia, el Eddie Bendix de John Hodiak y el Johnny Ryan de Wendell Corey, alejada de poses y maniqueísmos, asombra por su audacia y realismo. A más de una pareja de homosexuales he conocido yo que conducen su relación de la misma manera en que Allen la muestra.

Dentro de los filmes atípicos de la categoría noir rodados a color sobresale una cinta que vi por vez primera cuando vivía en Cuba y el cine era una de las pocas vías de escape existencial a la barbarie monótona del castrismo. «Niagara» (1953), que establecería al fenómeno Monroe como un hito del arte, fue dirigida por Henry Hathaway, que para ese entonces ya atesoraba una larguísima carrera como realizador. Probablemente la más negra de las cintas que aquí reseño, «Niagara» muestra a las cataratas como metáfora de la vida: apacible y cálida en su remanso, brutal y despiadada en la caída. Marilyn Monroe en el comienzo del pináculo de su carrera cimenta el estereotipo de la mujer fatal, fría y calculadora en contraposición a la muy dulce Jean Peters, que no mucho después desaparecería de la vida pública junto a su marido el multimillonario Howard Hughes. Hathaway, que narra con precisión y gracia, sabe tensar la cuerda del suspenso y filma directamente una cinta hitchcockniana. En términos «morales» también hay una interesante contraposición entre el conservadurismo de la pareja Cutler en contraste con la liberalidad asesina de los Loomis. Marilyn estrangulada en el campanario de la Rainbow Tower, por cierto, es el reflejo nítido del drama y de la muerte.

«Black Widow» (1954) filmada en Cinemascope, es una pieza que aparentemente se encuentra mucho más cerca de Agatha Christie que de Raymond Chandler. Sin embargo, ¿acaso toda la literatura negra (y por ende, el cine noir) no nacen de la matriz inacabable de la literatura tradicional de crimen y misterio? Nunnally Johnson establece una narración lineal, típica de la época, pero también asume el riesgo de experimentar con los tiempos hacia el final del metraje, cuando ya se dilucidan los misterios. La historia es sencilla y está muy bien engranada, aunque el epílogo no deja de ser forzado. Una hermosa imagen colorida de New York desde la amplísima ventana del apartamento al que arriba Nancy Ordway (la ex estrella infantil Peggy Ann Gardner) da cuenta de las bonanzas del Cinemascope y alejan a este filme del tradicionalismo, aunque aún haya lugar para convencionalismos argumentales como la presencia de la mujer fría y manipuladora que convierte en víctima a su presa, el infausto Peter Denver, quien tiene que salvarse así mismo ejerciendo como investigador de la farsa que se ha montado. Gene Tierney, en un papel absolutamente diferente al de Leave Her To Heaven, demuestra cuán gran actriz era. Van Heflin, Ginger Rogers, Reginald Gardner y el mítico George Raft, aquí haciendo el papel de un escéptico policía, completan un reparto clásico e inolvidable.

«House Of Bamboo» (1955), dirigida por Samuel Fuller y filmada en CinemaScope y en DeLuxe Color, fue una de varias películas de la 20th Century Fox producidas por Buddy Adler que se rodaron en Asia en la década de los cincuenta. La historia creada por Harry Kleiner, un guionista puro, es una especie de antecedente del Black Rain de Scott al desarrollarse en Japón donde fisgones norteamericanos investigan la muerte de un sargento militar. Pero mientras Scott tiñe de oscuro su historia y sus personajes, Fuller realza sus colores. El tema no es característico del cine negro. Es en realidad una cinta policiaca casi ortodoxa, con un cierto componente del cine gansteril, una rareza conceptual y argumental para la década en que fue filmada. En términos estéticos e incluso argumentales, «House Of Bamboo» no es una cinta noir. Y si acaso resalta algo es la fotografía del veterano Joseph MacDonald, que ya antes de este trabajo había estado a cargo de la cinematografía de «Viva Zapata», el filme de Kazan. Un tren que atraviesa los sembrados helados frente al monte Fuji en Yokohama. El Tokio primitivo de la posguerra con sus aceras mullidas y sus viejos edificios…

Ninguno de los cinco ejemplos enumerados aquí es un arquetipo paradigmático del cine negro, eso ya lo sabemos. Y quizás muchísimas otras obras conceptualizadas dentro del género tampoco lo sean. Una pieza exacta que responda a los cánones previamente establecidos en cualquier manifestación del arte es casi un imposible reservado a los puristas. «Leave Her To Heaven», más melodrama que otra cosa; «Desert Fury», una rareza cuasi inclasificable; «Niagara», una pieza de claros tintes hitchcocknianos; «Black Widow», un policiaco a la usanza de los escritores de «misterio» (esta denominación también suele otorgarse al cine y la literatura noir, cosa con la que no concuerdo); y la historia de Fuller de «House Of Bamboo» son muestras de un cine vibrante que, sin embargo, nunca se les debió haber colgado el cartelito de marras.

3000

He escrito un lbro sobre, básicamente, Cine. Pero cuando hablas sobre una manifestación artística tan amplia como la cinematografía, que se nutre de cualquier aspecto de la vida, entonces es inevitable hablar también sobre literatura, sociedad y cultura. Y casi sobre cualquier cosa. Estos textos, cercanos a las 400 páginas, indagan sobre muchos temas desde una perspectiva totalmente ajena a la crítica tradicional (de nuestros compatriotas). Afortunadamento quienes han estado a cargo de todo el andamiaje de la producción del libro han sido Angel Velzquez Callejas, director de Ego de Kaska, y el formidable Roger Castillejo Olán, editor de Exodus que a pesar de estar vacacionando en Francia, se encargó de estos menesteres con una voluntad envidiable. También he tenido la suerte de que el narrador Leopoldo Luis García se haya dignado a escribir un prólogo soberbio y que el propio Angel me haya obsequiado un formidable epílogo. Espero, por lo tanto, que disfruten estos textos y me hagan saber si les parecieron interesantes.

2099

Y el mundo sigue su paso hacia donde todo está predestinado y las clavijas que nos fijan hacia ese destino inexorable son más recias que cualquier otra cosa. De nada importan los discursos, las bravatas, las falsas ilusiones, las contiendas. De nada los análisis y contubernios. La vida, amigos míos, es un soplo, una brisa.

2098

Quienes pensaban que la investigación congresional sobre los sucesos del 6 de enero era una payasería sin sentido… se equivocaron. El dichoso circo político ha propiciado el anclaje de ciertas “disposiciones “ que blindan al fraude electoral de noviembre del 2020 y a los venideros fraudes del futuro.

Un ejemplo? La recién reformada Electoral Count Act con respaldo absoluto de ambos partidos, que vuelve arcaica el acta electoral de 1887.

Se los repito, jamás la libertad había enfrentado a enemigo tan formidable. Estos hijoeputas no dan puntada sin hilo.

¡Sigan, sigan creyendo que el chicharrón es carne y que los “titanes” existen!

2097

Qué sentido tiene cualquier crítica cinematográfica donde la mitad del texto o más se compone de un relato del filme, hecho casi siempre de forma burda y llana, a la usanza de un chisme de estación, por el escribidor de marras? Qué sentido el de disfrazarse de un falso psiquiatra de pacotilla y colocar a la película en el diván del escrutinador para llegar a conclusiones de pseudo psicología? Eso, amigos míos, es lo que abunda en el 99 por ciento de la crítica que se ha ejercido y se sigue ejerciendo allá afuera, desde compatriotas a extranjeros. Y la reseña cinematográfica es sólo un ejemplo del resto que nos rodea. Navegamos en aguas donde la mediocridad es la norma.

2096. UNA BALADA QUE TRASCIENDE

Alyosha atravesará la Rusia moribunda en medio de las almas que vagan por las laderas del Estigia, en espera de la buena disposición del barquero Caronte. Desandará tumultos de gente buena y llana. En vez de ninfas, sátiros, silenos, pastores y vinateros; soldados, tullidos, ancianos y mujeres. En vez de las bombas y la muerte, el romance imprevisible de la adolescencia. Alyosha abrazará a su madre tan sólo unos segundos con todo el dolor y el amor que son posibles para luego volver al frente de batalla. Es el voluntarismo estoico de la guerra, el esfuerzo postrero del deber.

«Balada De Un Soldado» (1959) es una obra maestra del cine universal, no sólo del cine soviético de la posguerra. Dirigido por un veterano de la contienda, Grigoriy Chukhray, la pieza posee el valor inestimable de hablar sobre la condición humana. Más allá del puritanismo ideológico marxista o del espíritu anti aristotélico del ortodoxismo corpóreo, se impone la razón de la vulnerabilidad. Y es que «Balada De Un Soldado» es una pieza extremadamente hermosa, donde el culto al coraje se revela como una debilidad y, al mismo tiempo, un deber inexcusable. Es la dualidad que acompaña a las obras magnas.

Alyosha no es un ser supremo ni un hijo dorado del comunismo estaliniano. Alyosha es simplemente un muchacho con todo el miedo y la alegría que podría tener cualquier adolescente en su lugar. Al abatir al inicio del metraje a los dos tanques nazis que avanzan hacia él, lo hizo por un espíritu natural de sobrevivencia y no por un acto de heroicidad planificada. Al ayudar al soldado amputado que regresa a casa, pone de manifiesto una cuota de humanidad que es inherente a casi todos; yo hubiera hecho lo mismo en idénticas circunstancias. Al arrebatar de vuelta el jabón de regalo que poco antes había entregado a la esposa infiel de un compañero de batallas, demuestra que a ira es un sentimiento natural. Cualquiera de nosotros habría sido Alyosha, con poca o mucha suerte.

La presencia poderosa de la hermosa Zhanna Prokhorenko como contrafigura de Vladimir Ivashov, la exquisita fotografía realista de Vladimir Nikolayev y Era Savelyeva (de lo mejor y más preciso y cuidadoso que se haya retratado alguna vez) la música formidable de Mikhail Ziv, con aún vestigios de aquellas complejas estructuras tonales y temas progresivos que prevalecieron durante la guerra, terminan por conformar una pieza estructuralmente soberbia, estéticamente formidable y humanamente remarcable que debiera ser de materia obligada para todos quienes amamos la belleza. Grigoriy Chukhray, un miembro destacado del neo romanticismo, movimiento que creció al amparo de Nikita Khrushchev hasta que éste decidiera que el arte y la cultura rusa debían regresar a los tiempos del realismo socialista estaliniano, debe haber muerto feliz y complacido a sus ochenta años en aquel apartamento de Moscú; algunos hombres tienen la suerte de trascender entre sus semejantes.

2095

A propósito de Padura, estoy escribiendo una reseñita sobre cine noir hollywoodense, específicamente sobre unos cuantos filmes que a pesar de ser considerados ”cine negro”, rompieron de una forma u otra con el legado estético y argumental del movimiento. Tendré que remitirme, por supuesto, a los ídolos de mi adolescencia Raymond Chandler, Dashiell Hammett y James Mallahan Cain. De ahí la mención a nuestro pálido Padura. Ah, también estoy a punto de terminar algo sobre una obra maestra de la cinematografía soviética de la posguerra, “Balada De Un Soldado”. ¿Que no la han visto? ¡Imperdonable error! ¡Échenle, si pueden, un vistazo lo antes posible!

2094

Por regla general la crítica cinematográfica suele ser academicista en extremo. Eso, o farandulera. Y últimamente panfletaria. La muerte de las ideologías tradicionales ha traído consigo el paritorio de una nueva cultura: la de la propaganda del nuevo poder que se construye. En el caso de la crítica literaria es diferente. Encuentras cualquier cosa, por supuesto, pero hay ciertas vacas sagradas que pueden ensalzar o hundir la “carrera” de cualquiera. Poniendo esto en contexto y volviendo al otro lado, yo no sería capaz de enviarle un manuscrito al propio Roger Ebert si resucitara y vanagloriarme cuando me respondiera diciéndome que mis reseñas son una mierda, que tienen erratas y repeticiones y nada más! Hay que ser muy tonto, y yo puedo pecar casi de cualquier cosa menos de zanaco. (El caso, en realidad, me da pena)

Bueno, como les decía, la crítica cinematográfica suele ser academicista en extremo…

2093. Año 1968. Existencialismo y Militancia

El año 1968 trajo consigo la apoteosis del castrismo, del comunismo criollo en Cuba. El horror se hacía vísceras y se hacía carne. Comenzaba la «ofensiva revolucionaria» que barrería definitivamente con la propiedad individual y que establecería la lucha contra el capitalismo y la creación del «hombre nuevo» como objetivos supremos a lograr en corto plazo, según el discurso del tirano Fidel Castro aquel 13 de marzo. No era un hecho aislado, por supuesto. La entelequia del totalitarismo cubano había comenzado a gestarse en términos prácticos desde enero del cincuenta y nueve (si no antes) con la complicidad y la ayuda de malanga y su puesto de vianda. El advenimiento de la frugalidad existencial y del voluntarismo colectivista vendrían entonces acompañados de las artes como propaganda o reflejo o simple compañero de viaje. Ese propio año se estrenarían dos filmes emblemáticos del nuevo cine cubano, que de una u otra forma modularían el futuro en términos estéticos e ideológicos del séptimo arte nacional; «Memorias Del Subdesarrollo», de Tomás Gutiérrez Alea y «Lucía», de Humberto Solás.

Cuando el castrismo se apoderó de Cuba y comenzó el desmantelamiento del capitalismo productivo, aparecieron las primeras escaseces que luego se fueron profundizando a medida que las iniciativas individuales se convertían en carne muerta. El castrismo aspiraba a edificar una Corea del Norte caribeña. Sólo alcanzó, debido a la parvedad de material, para un «bayucito» tropical. Escaseó la adustez sombría y se impuso la alegría reaccionaria de la chusma. A los afanes melodramáticos del fanatismo oriental, el patético jolgorio de la tribu isleña. A la fría ejecución a cañonazos de Hyon Yong-Chol, el fusilamiento de un Ochoa que murió diciendo «Pinga, yo creo en la revolución». Al horror de los Kim, el horror de los Castro. Pero no nos adelantemos. El arte reflejaría tamaña afrenta (el tiempo y su organización son inmunes a la presencia pesarosa de los totalitarismos) a su manera. «Memorias del Subdesarrollo» desde una perspectiva existencial; «Lucía» desde la narrativa militante. Alea, un realizador de cortos que había devenido como director de largometrajes en el ICAIC, había dirigido en 1960 «Historias De La Revolución» y en 1962 «Las Doce Sillas», una comedia basada en una novela soviética escrita por Ilya Ilf y Yevgeni Petrov (y que ya había sido llevada a la pantalla grande en un par de ocasiones), «Cumbite» en 1964 y la muy exitosa «La Muerte De Un Burócrata» en 1966. Solás, mientras tanto, debutaba con la cinta de marras tras un amago argumental con su corto «Manuela», filmado un año antes.

«Memorias Del Subdesarrollo» comienza con aquella escena espeluznante en que cientos de personas abandonan el país por el aeropuerto, mientras son despojados de todas sus pertenencias valiosas. La dejadez y la soledad de Sergio se hacen entonces patentes. Es el hombre que atisba como la marea de zombis se aproxima, sin poder (y sin querer) escapar. Es un esclavo de las (sus) circunstancias. Elena es la joven crédula y manipulable, superficial y vivaz, un ejemplo de la masa a la cual desprecia Sergio (y despreciaba Napoleón). Pablo es el «gusano» pragmático que pese a asegurar que tiene su conciencia limpia y que no se interesa por la política, se constituye en el eslabón para criticar al régimen anterior, una nefasta costumbre (la de culpar a Batista por la llegada de Castro) que aún sigue regodeándose en la mente de muchísimos cubanos. El sentimiento antibatistiano se ejerce por algunos con tanto ahínco como el anticastrismo. (Y a veces más). Lo cierto es que podremos pensar lo que queramos en torno al segundo gobierno ilegítimo del “general”, pero seamos serios y admitamos que el horror del castrismo se arraigó desde mucho antes del golpe de estado del cincuenta y dos, en aquellos alzamientos perpetuos del opositor de turno, en los discursos populistas de un azuzador cualquiera, en las trifulcas de los estudiantes-delincuentes de la Plaza Cadenas, en los gánsteres revolucionarios que organizaban vendettas, en el periodismo amarillista que inventaba cadáveres y tropelías… Los que incitaron a la plebe durante medio siglo siempre guardaron en sus corazoncitos un lugar especial para el castrismo (o cualquier otra cosa que se le pareciera).

Alea nos muestra las calles de una Habana inexistente y postrera. Su ambigüedad frente a un totalitarismo «permisivo», es una ambigüedad legada para el futuro. «Memorias Del Subdesarrollo» yace en esa zona gris o nebulosa donde la crítica es velada y no airada, donde la molestia puede ser tolerable a pesar de todo. Por momentos no es una película, es un discurso. La crítica a los brigadistas de Girón es el ejemplo perfecto. El Sergio dubitativo es falaz, un instrumento para darle un barniz intelectual a la justificación del oprobio, que en cierta forma es lo que ha venido haciendo la cultura castrista a lo largo de todos estos años. Aun así la pieza de Gutiérrez Alea posee un discurso sobre el alma que trasciende, incluso, ideologías. Es el atisbo de la libertad a la que quizás ha anhelado siempre secretamente el arte «conveniente-revolucionario» del colectivismo cubano. Hay también una crítica «mañanista» al cubano, gestada desde la aversión de Sergio a la burguesía y a la plebe. «La guerra de independencia, al destruir la unidad espiritual de la cultura, desterró de entre nosotros la contemplación, nodriza perenne del saber, y nos conquistó la dignidad política a cambio del estancamiento intelectual» nos dice Mañach en «La crisis de la alta cultura». En todo caso la aversión narrada por Alea se transforma en una «curiosidad» kamikaze hacia la claque gobernante. Y Sergio termina siendo una víctima del pueblo, aunque un hálito de justicia lo redima. «Esta isla es una trampa», dice. Y a Desnoes y a Gutiérrez Alea les asiste la razón.

Hay en el filme una crítica cínica y descarnada hacia todo y todos, ejemplificada en aquella formidable escena donde en una mesa redonda (esos amarraderos donde pastan las barcas de la palabrería fatua de la izquierda intelectual) a la que asisten el crítico literario Salvador Bueno, el escritor Edmundo Desnoes (autor de la novela sobre la cual se basa el filme de Gutiérrez Alea), el poeta comunista haitiano Rene Depestre y algunos otros intelectuales, estos cargan en sus discursos contra el racismo burgués mientras un empleado negro les sirve el agua a la usanza de un esclavo antiguo complaciendo a sus amos. Pero ya desde entonces se intuye el discurso más cobarde de la intelectualidad cubana que es aquel que esgrime el concepto de la “revolución paralizada o traicionada” para justificar el oprobio y el horror del castrismo.

Por otro lado ha sido el estoicismo la piedra angular en la conformación del nuevo carácter nacional. El destino está escrito y el hombre no puede hacer nada para cambiarlo. El destino es el socialismo revolucionario. Al abandono epicúreo de las masas se antepone la capacidad de sacrificio de Spinoza: hay que soportar los avatares de la existencia. En el caso cubano es curioso constatar que a duras penas puede sostenerse la tesis de la existencia de intelectuales orgánicos consecuentes con la defensa filosófica del castrismo, a plenitud, sin trampas ni dobleces. Ninguno de ellos ha aceptado la naturaleza totalitaria del régimen. Si el nazismo era reconocido como una entidad dictatorial por sus ideólogos o si el estalinismo se escudaba en el enemigo externo y los traidores de intramuros para validar los horrores cometidos por el apparatchik soviético, en la isla ninguno de los pensadores gramscianos se animó a calificar a Castro como un autócrata cabal. Los justificativos intentaban vender el concepto de revolución humanitaria y compasiva, al mismo tiempo que los paredones de fusilamientos, la represión cultural y la segregación política se implementaban a diario.

La mayoría de la crítica se ha dedicado a lo largo de los años a apuntalar a «Memorias Del Subdesarrollo» como un mero ejercicio estético deudor del neorrealismo italiano, aunque en realidad esté más emparentada en su arjé con la cinematografía soviética de la post guerra, amén de compartir las típicas características seminales de la nouvelle vague. Pero el carácter principal del filme está en su alma, perturbada y confusa, en el apeiron dubitativo y frágil a la usanza del espíritu vacuo de sus personajes. La pieza de Alea es, en ese sentido, una obra sobre la naturaleza humana, imperfecta y quebrada pero vital y redentora que se sobrepone a la intensidad estética del metraje. Para nosotros, como espectadores, es interesante ver a Cuba desde la distancia de otro siglo. Comprobar desde el mullido sofá de la sala como una nación se hunde en la mierda de la manera más natural posible.

La «Lucía» de Solás es otra cosa. A diferencia de Alea, Solás es un narrador monumental en el sentido de sus apetitos. Mientras Alea entretiene con la precisión de una navaja Higonokami, Solás apela a la magnificencia operática del clasicismo. Mientras Alea se acerca a la filosofía, Solás es un esteta. Si yo tuviera que escoger para la plasmación de una tarde plácida del Colón de mi niñez y mi memoria, Solás sería el elegido indiscutible. Para las miserias de la Habana de los noventa, Gutiérrez Alea, qué duda cabe. «Lucía» es el recuento de tres relatos y de tres mujeres durante el curso de la historia cubana. Sus destinos están atados a los tres sucesos alegóricos de la conformación de la «cubanidad» según los textos canónicos del castrismo: la contienda mambisa, el antimachadato y la revolución fidelista. El primer cuento posee una hechura expresionista: Agresivísimos primeros planos, fotografía espléndida, «kurosawaniana», cuasi monumental, una cámara Kammerspielfilm que se mezcla entre el tradicionalismo folclórico de la historia y los fantasmas recurrentes de la memoria. Raquel Revuelta, una actriz proveniente del teatro clásico, alcanza la majestuosidad en los tonos más altos. Su excelencia dramática fue siempre insuperable en los contornos de la isla. Es así como su Lucía infausta se antoja eterna e invencible, trágica y gloriosa al mismo tiempo.

El segundo cuento, más bucólico e ideológico, enmarcado en los tiempos de la nefasta revolución del treinta, se aleja estéticamente de Kurosawa y se acerca a Kalatózov. Y los ojos… ¡los ojos de Eslinda Núñez, y esa naturalidad soberbia de las heroínas trágicas! La bella Eslinda como Penélope antimachadista y proto revolucionaria. Un desperdicio. Es en esta pieza donde Solás ya carga la mano al mensaje pro castrista, alimentando la narrativa de la revolución perpetua (de la mano de los comunistas de la patria) mediante la satanización de la historia de la república y de la reescritura de los hechos. Una falacia. En 1927 se crearía el movimiento Minorista, integrado por jóvenes intelectuales de diferentes tendencias ideológicas. Compartían un objetivo político: oponerse al gobierno de Machado y alertar sobre las pretensiones reeleccionistas del mismo. Pues bien, Juan Marinello fue parte de los minoristas, entre muchos otros. Es cierto que tras el paro estudiantil de 1930 los comunistas estuvieron involucrados. También en las protestas callejeras y en las huelgas obreras posteriores, al igual que el ABC, políticos avezados, organizaciones autónomas y militares.

No se le puede otorgar a los comunistas la exclusividad de la lucha anti machadista (y también de la diseminación del «terror revolucionario»). Ni siquiera fueron protagonistas. Que Rubén Martínez Villena haya arengado a los violentistas en las calles de La Habana no elimina per se sus artículos en “El Heraldo de Cuba” en contra del manifiesto-programa del ABC. Que la Confederación Obrera haya pactado con Machado el 10 de agosto de 1933 para frenar las huelgas de los ómnibus y los ferrocarriles es un hecho que, prácticamente, lo dice todo. El partido comunista cubano, durante gran parte de la etapa republicana, intentó acercarse de una u otra forma a los círculos de poder político, sin éxito. Ya fuera por medio de la participación democrática, del establecimiento de pactos con el gobierno de turno o echando mano de la desestabilización y la incitación de la violencia. Su objetivo era el de influir en las decisiones políticas de la época. En escasas ocasiones lo lograron. Por cierto, el fin del machadato fue también el fin de la república mambisa y el ascenso de la república revolucionaria que permearía para siempre el futuro político de la isla.

El tercer cuento, ambientado ya tras el triunfo del castrismo, es un ejercicio ideológico a tono con el discurso del poder que energizaba la construcción del hombre nuevo. El personaje de Adolfo Llauradó simboliza todo lo que el arquetipo castrista construyó acerca del ego representante de los rezagos del pasado: bruto, egoísta, machista, abusador de mujeres. El joven alfabetizador es, bajo la mirada de Solás, todo lo contrario: la vívida encarnación del revolucionario cabal, muchacho noble y comprensivo, justiciero Es notable en esta última historia como la injerencia de un gobierno es capaz de vulnerar cualquier individualidad en nombre del bien común. Los encargados del partido local obligan al villano de la pieza a dejar a entrar a un hombre a su casa en contra de su propia voluntad, pues la revolución así lo disponía. Y este es un hecho en el que la crítica del filme jamás ha reparado. La figura execrable del machista opaca absolutamente cualquier otra consideración. Las actuaciones de Adolfo Llauradó y Adela Legrá son, posiblemente, las más recordadas y emblemáticas del «nuevo cine revolucionario», por soberbias e impecables, pero también por modélicas y convenientes. La mujer sufrida representa el afán por una novísima «prosperidad» y el celoso enfermo y obsesivo un pasado que debe de ser enterrado. La escena final, por cierto, es un deleite estético; una niña sacada de quién sabe dónde, en un primer plano casi hiperrealista, mira con curiosidad al hombre y la mujer que discuten y forcejean desde lo lejos, y estalla en risas y corre y se aleja de nosotros, dejando la memoria de su chal sobre la frente y de su rostro, pálido y sereno y sabio.

2092

Hoy cenamos en casa fideos de Konjak aderezados con salsa homemade de queso feta y tomates naturales, además de zucchini al sartén sofrito en vino seco y paprika con cebollas moradas. El aguacate acompañó a un picadillo de pavo con pasas y aceitunas. Y la combinación perfecta para beber es un cabernet sauvignon (es increíble como potencia el sabor de la comida), en este caso un Fitvine californiano de buen grosor y aceptables taninos.

Chef: Ani Gallardo

2091

Primero Creta, el hogar del mismísimo Zeus, la cuna de Europa tras el rapto, nos maravilló con sus palacios de colores alegres y graciosos delfines. Luego el dolor por la erupción volcánica que trajo a los micénicos. Arribó la tristeza de la mano de la gloria: Agamenón, Aquiles y la elite guerrera que destruiría a Troya y acarrearía consigo nuevas glorias y alegrías. La historia es cíclica y se sostiene sobre la sangre y la violencia. En el momento en que se pierda la fiereza animal, seremos la sombra pesarosa del pasado (y no precisamente cretense)

2090

Si no hubiera sido por Richard Lovett, un representante de directores, la historia de «Groundhog Day» (1993) jamás habría llegado a las manos de Harold Ramis y, muy probablemente, el filme nunca se habría producido. Danny Rubin, que se había inspirado en la obra de Anne Rice sobre vampiros para imaginar un relato donde su personaje principal se levantara todas las mañanas para vivir un mismo día que se repite hasta el hastío, colaboró con Ramis en tratar de suavizar el texto y hacerlo más ligero y simpático de lo que originalmente fue concebido. Dicen que el paritorio de tal esfuerzo no sólo fue el de un filme que al decir de Roger Ebert terminó convirtiéndose en un punto de referencia para toda una generación, sino que echó literalmente abajo la relación profesional entre Rubin y Ramis hasta los prolegómenos de la muerte de este último.

Afortunadamente el genio de Harold Ramis, que ya había alcanzado al lado de Murray la gloria con el batacazo «Ghostbusters» (fue actor y guionista) nos legó una pieza entrañable y precisa que, basada en la teoría cíclica del tiempo y sus innumerables interpretaciones (como el eterno retorno nietzscheano de la Ciencia Gaya, por ejemplo) no hace más que intentar demostrarnos la utópica pero muy humana percepción de la prevalencia del amor como centro de la existencia. Y es que «Groundhog Day» es eso, una historia de amor, un relato sobre su predominio y de cómo podemos ser mejores gracias, precisamente, al amor.

Ramis es un buen narrador. Su historia es fluida y no tropieza, sus personajes son humanos, vulnerables y adorables, el retrato de las calles congeladas de Punxsutawney (en realidad el rodaje se hizo en Woodstock, no muy lejos de Chicago) es casi poesía en su estado más glorioso y puro, el movimiento de los extras funciona… en términos académicos el filme, resumiendo, es profesional e impecable, pero su fuerza, su verdadera fuerza, radica en otra parte. Dicen que cuando Murray se acercó al guión de Ramis le interesó enseguida centrarse en los elementos más filosóficos de la historia y en un equilibrio de influencias la cinta terminó siendo lo que fue. Por cierto, sólo un actor con el descaro y el carisma de Bill Murray podría haber dado vida al egocéntrico Phil Connors, un hombre cínico y amargado pero dispuesto, y luego lo comprobaremos a medida que trascurre la obra, a aprender a ser una mejor persona.

La grandeza de «Groundhog Day» reside en musitarnos al oído que la vida es valiosa y memorable y que las consecuencias de nuestros actos pueden modelar en cierta forma la existencia futura. Es sensible y mucho más profunda de lo que pudiera parecer a simple vista. Es cierto, nos adeuda el dramatismo cínico de una «12 Monkeys» o la violencia pesarosa de «Looper» o la extrañeza inextinguible de «Edge Of Tomorrow», obras postreras que giran sobre el propio tema, pero nada de eso importa, pues Ramis nos emociona hasta las lágrimas simplemente recordándonos que la causalidad no es improbable y que una vida justa y plena siempre es una posibilidad real. Y no se trata de que la obra persiga el rastro del positivismo comtiano, pues Ramis se aleja de cualquier disquisición tecnológica o política. Se trata del sentido etéreo de la inmortalidad temporal como consecución de una meta mundana; algo más cercano al postulado de la desesperanza de David P. Goldman y su observación sobre la trascendencia. «La cultura hereda del pasado y lega al futuro para que algo de nuestra estancia terrenal quede cuando ya no estemos aquí»

Murray encuentra su complemento en Andy Mc Dowell, una de las actrices más populares de finales de los ochenta y la primera mitad de los noventa, que para ese entonces ya había estado en trabajos notables como «Sex, Lies, and Videotape», «Green Card» y «Hudson Hawk» y que parece llevarse a las mil maravillas con el atribulado Phil. La relación entre estos dos caracteres es la que modela el tono (variado y riquísimo) de todo el filme, de allí la importancia de que sus protagonistas funcionaran. Y es así, que casi literalmente ambos tomados de la mano, jalonean a la obra de Ramis y de Rubin desde el espacio citadino del progresismo brutal a la vida de los pequeños poblados que por aquel entonces conformaban una parte principalísima del excepcionalismo norteamericano. A partir de una máxima tan simple, «Groundhog Day» también puede ser considerada como un reflejo cultural de una época vintage que ya prácticamente ha fenecido.

2089

Amigos, cuando hablo de disforia de género no me refiero a la homosexualidad, pues no es lo mismo ni se escribe igual. Mientras la disforia es un trastorno psiquiátrico, la homosexualidad es una conducta sexual, no una patología per se. Simplificando, un trans que no se percibe a sí mismo como lo que biológicamente es, está enfermo. Un homosexual (o bisexual) es un tipo normal como otro cualquiera. Eso sí, un transexual puede ser, a pesar de su trastorno, una persona maravillosa, mientras un hetero o un gay pueden ser tremendos hijoeputas. Así de simple.

2088

La disforia de genero es un trastorno mental, una enfermedad psiquiátrica. Así de simple. No quiere decir en lo absoluto que un transexual, por ejemplo, sea una mala persona. Estar enfermo no te convierte en un ser humano despreciable. Alguien con cáncer o con una cardiopatía cualquiera o con una fibrosis pulmonar no es mejor o peor que cualquier otro. Lo que quiero decir es una obviedad, relativizar la biología es parte de la apoteosis de la pseudociencia que vivimos con tanta claridad en estos tiempos. Elevar una enfermedad mental al status de normalidad impositiva es una vuelta a la edad media y a los tiempos de la inquisición.

2086

Hoy Ani Gallardo se tiró con un pollo a la plancha sazonado con salsa teriyaki y limón adornado con un tope de brócoli y pimientos rojos sofritos con cebolla morada, aceite de oliva y pimienta. De acompañantes, ensalada de palta y fufú de plátano maduro. Como aperitivo, un whiskicito Johnny Walker edición especial Game Of Thrones.

2085

La apoteosis de la pseudociencia no sólo nos está llevando hacia el reinado de los totalitarismos tecnológicos, sino que terminará desembocando en el establecimiento del transhumanismo como ideología reinante. Cuéntenselo a sus hijos y sus nietos pues yo, al igual que Kyle Reese, vengo del futuro…

2084

Una versión “gallarda” del tradicional arroz a la chorrera, pero con mariscos y crustáceos. Como complemento, espinacas salteadas con aceite de oliva extra virgen y frutos secos (pecans), y platanitos maduros fritos homemade. Para beber, un Malbec chileno inusualmente grueso, extremadamente bien equilibrado, “Natura”, de la viña Emiliana.

2083

Hoy me levanté pesando sobre la imposibilidad de redimir el excepcionalismo norteamericano. Y he aquí el por qué:

El “mal” no puede ser combatido sin una cuota de horror. Toda contención es necesariamente violenta. Pero en tiempos donde dicha violencia sólo proviene del Estado o de aquellos grupos marginales sostenidos o por los gobiernos o por quienes controlan el poder (el verdadero, claro) no hay esperanzas. Se precisa de una dejadez de la “moral” reinante para poder subvertir cualquier status quo, de lo contrario, imperará la satrapía, tal y como acontece en estos tiempos.

Aquel seguidor tradicionalista de los patrones “éticos” sobre los que se han construido las sociedades occidentales vive en la paradoja de (si quiere o pretende trastocar la realidad imperante), dar la espalda a las comodidades de la post modernidad y no abrazar el destino que le han trazado (con todo el inmenso costo que cosa así conlleva) o de acatar las reglas y continuar validando (el ejercicio del voto es un ejemplo) la propia existencia que desprecia.