3015. La Perestroika poética y visual de Tarkovsky

La obra de Tarkovsky es profunda como un abismo; una especie de Aleph borgiano «donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos». Su cuestionamiento filosófico es soberbio precisamente por no ser un asunto menor e indaga en tres conceptos que, en mi opinión, son los más determinantes de la naturaleza humana y su curiosidad intelectual: la vida, la muerte y el estoicismo de la trascendencia. Para el realizador ruso, el arte era una especie de reflejo de la existencia humana, una «muestra tácita de una verdad existencial que diera sentido a nuestras vidas». Lo de Tarkovsky es cine arte o poesía que «rehúsa los preámbulos y los principios». Es tanta y tan intensa la profundidad teórica de sus postulados que cualquier obra que no le corresponda nos puede parecer superficial y fatua. Su tiempo es lento y pesaroso. Jamás fue un narrador nato… no le interesaba serlo. Tarkovsky era (y es) un esteta que intenta convertir imágenes en versos.

Roger Ebers de hecho lo intuía cuando afirmaba que «Ningún director exige más de nuestra paciencia. Sin embargo, sus admiradores son apasionados y tienen motivos para sus sentimientos: Tarkovsky intentó conscientemente de crear un arte que fuera grandioso y profundo y se aferró a una visión romántica del individuo capaz de transformar la realidad a través de su propia fuerza espiritual y filosófica». Ya su Ivanovo Detstvo era una cinta compleja y sinuosa que prefería exhibir las ninfas delfínicas de la belleza antes que una lectura racional de lo que cuenta. Es en ese sentido todo un logro. Y por ello también es pretenciosa y frágil. Lo que Tarkovsky trata de narrar no es el holocausto de una niñez perdida y al mismo tiempo redimida. Lo que Tarkovsky intenta es esbozar que la tristeza existe pero, que no puede imponerse al voluntarismo patriótico de los hombres. El mensaje, muy a tono con las indicaciones partidistas de la postguerra, se enmascara tras un estilo inédito que traspasa los márgenes de la escuela realista rusa. Y allí reside el mérito conceptual del filme, en no parecerse a otros, en distanciarse en su ilusión estética, del resto de la manada orgánica.

La obra de Tarkovsky no es extensa pero sí sustanciosa. Y aunque en cada una de sus piezas sobresale la magnificencia del creador perspicaz y soberbio, hay tres filmes que, en mi opinión, son cardinales para el intento de comprensión de sus ideas y obsesiones: Andrei Rublev (1966), ese fresco histórico de una Rusia tan ajena a la soviética y que, sin embargo, intuye el paritorio de los soviets; Solaris (1972), la más estupenda respuesta a la Odisea de Kubrik; y el Stalker (1979) cuasi occidental, «pre perestroiko», ya en los albores de su «carrera, en el último lustro de su existencia. Tres obras difíciles y angustiosas, reflejo del genio atolondrado del realizador ruso. Tres piezas fundamentales de todo el séptimo arte y más allá; tres testimonios apoteósicos del misterio de la naturaleza humana.

Rusia tiene origen tártaro. Es hija del imperio de Bizancio. Y en su Andrei Rublev Tarkovsky propicia el encuentro entre la Rusia medieval y el imperio comunista de los soviets, doscientos años antes de la ascensión del principado Romanov y justo después del declive del poderío tártaro. El crítico Jim Hoberman nos dice que «Andrei Rublev se convirtió en la primera (y quizás la única) película producida en la era soviética en tratar al artista como una figura histórica mundial y al cristianismo como un axioma de la identidad histórica de Rusia». Y es cierto. El filme habla apasionadamente sobre la compasión de Jesús, sobre las masas ignorantes y tontas, sobre la roca no escalable del misterio de la naturaleza humana. Tarkovsky establece la relación entre arte, cultura y sociedad sin tan siquiera hacer una declaración de intereses, una reafirmación ideológica en plena Rusia soviética, lo cual no es poco. Filmada en blanco y negro, con locaciones exquisitas y un manejo excepcional de los extras, Tarkovsky usa una cámara de planos medios con paneos verticales u horizontales y, a veces, una vista cenital que desciende en picada y en ocasiones casi alcanza el nadir, para susurrarnos al oído que la historia importa en el devenir de los hombres.

Andrei es un ejercicio estético magnificente, pero también un postulado sobre nuestras gratitudes, virtudes y debilidades, desde una amplia perspectiva panóptica que puede adolecer en un primer vistazo de su carácter antropológico, pero que termina perdurando como un ejercicio de fe en casi cualquier cosa.  En el sufrimiento de Andrei, Tarkovsky plasma el nacimiento de la nación rusa. En la violencia mongola, el paritorio de una historia nacional, de un mito etnográfico. Va también, por supuesto, mucho más allá del mero historicismo. El encuentro de Rublev con los paganos establece la duda existencial de Tarkovsky, pero sin concesiones. ¿Es la fe quién redime o la naturaleza humana despojada de los avatares de la ascética cristiana? La disyuntiva semiótica es inevitable. Jame Russell describe esta pieza mejor que cualquiera: «Solemne, magnífico, asombroso: es difícil hablar del Andrei Rublev de Tarkovsky sin recurrir a adjetivos. Es aún más difícil conseguir que esos adjetivos abarquen la majestuosidad de esta tremenda película. Basado en la vida de un pintor de íconos del siglo XV, Andrei Rublev se compone de ocho actos que siguen a Rublev (Anatoli Solonitsyn) a través de los trastornos políticos y sociales de la Rusia medieval. A medida que prevalecen el hambre, los tártaros y la tortura, Rublev pierde todo sentido de propósito artístico y llega a renunciar a su voz, su fe y su arte».

Del ascetismo estético de Andrei Rublev, Tarkovsky muta a la filosofía «plana» de la oralidad existencialista de Solaris. El maestro, un esteta que privilegia sobre cualquier otra cosa la intención poética, reta la férrea visión materialista sobre la vida y sobre la naturaleza humana. Es algo que solo puede hacerlo alguien que duda de la muerte como fenómeno puramente biológico y terrenal. Y para ello se utiliza como catalizador a la novela de Stanislaw Lem, de la que Tarkovsky hace una recreación esencialmente libre, basándose en las emociones más básicas (amor, miedo, confusión y dolor, sobre todo dolor) para esbozar su historia. La ficción científica de Tarkovski no se ufana en predecir el futuro tecnológico o, incluso, social de la humanidad. Lem tampoco es Dick u Orwell o Aldous Huxley, estemos claros. Su determinismo es poético. Es decir, predomina la eidética de lo improbable, siempre desde una perspectiva lo suficientemente rala como para no incomodar a los burócratas del Komsomol. Tengamos en cuenta, una vez más, que la poética de la imagen es la hermenéutica a la que se aferra Tarkovski durante toda su obra.

Desde la perspectiva gráfica, Solaris aparenta por momentos ser una pieza casi plana, sin saltos estéticos al vacío, a no ser aquellas amplísimas e inacabables tomas del tercio final. Desde una visión humana, el logos de la obra es etéreo e impreciso. El enfrentamiento entre Burton y el panel de «tecnócratas» que evalúa sus «visiones», filmado en un sobrio tono bandicoot y estructurado modestamente en planos generales, medios y cercanos, es el ejemplo paradigmático del choque «cultural» entre las visiones del realizador y el status quo imperante que permitió y financió, por cierto, su proyecto. Los personajes retan el materialismo gubernamental de los soviets; Kris Kelvin, como psicólogo y hombre de ciencias, se rehúsa a tan siquiera considerar la posibilidad de que el arjé del cientificismo sea perturbable   Su posición es apodíctica. ¿Y las constantes reapariciones de Hari se deben a una confirmación de que las leyes físicas no son absolutas ni universales? ¿O acaso es el imaginario de que la mente establece las leyes «físicas» a las que nos sometemos?

Para J. Hoberman, por cierto, Solaris es la película más pop que jamás haya hecho el gran cineasta ruso, cosa con la que concuerdo en lo absoluto. Los colores notables de los pasillos interiores de la estación espacial, el magma deslumbrante y viscoso del «espacio» exterior, los encuadres «lyncheanos» del Kris agónico y enfermo, nos trasladan a la estética kitsch de Warhol y a la virtualidad ochentera de las artes, pero con varios años de ventaja. La impronta de Solaris es palpable y se cuela en las rendijas de toda obra posterior que haya tratado de priorizar el «misterio de las almas» por sobre cualquier consecución hollywodense del espectáculo visual. Perrota, Daniel Knauf, el propio Lynch y muchos otros llevan consigo la huella, el estandarte del maestro ruso y su Solaris transgresora, bucólica y soberbia. Lo notamos en el Twin Peaks raro y perverso de los noventa y en los rastrojos de la muerte descritos por Damon Lindeloff, en las letras de Jeff VanderMeer y en las preocupaciones de Alex Garland.

En 1979 Tarkovsky adaptaría la novela «Piknik Na Obochine» de Arkadiy Strugatskiy y entonces la genialidad cobraría vida. Stalker es la obra cumbre del cineasta ruso. Es una pieza que atesora una belleza estética incomparable y que al igual que Solaris no es una historia rusa; es una historia humana. Personajes marginales en busca de una especie de verdad metafórica a los que Tarkovsky introduce en «la zona», especie de memento geográfico que el maestro utiliza como una metáfora de la felicidad, quizás como descubrimiento del secreto de la vida o de la muerte, que al final es una misma cosa. Es como si Tarkovsky se hubiera adelantado, con su visión apocalíptica, al horror de un Chernóbil que sacudiría los cimientos de la sociedad soviética, por ejemplo. Por cierto, en los últimos años, los guías que llevan ilegalmente a los turistas a la zona de exclusión del desastre de Ucrania, en la vida real, han comenzado a llamarse a sí mismos «Stalkers».

Tarkovsky nos habla del horror; un pánico interno que viaja por los vasos sanguíneos e irriga vísceras y tejidos. La obra va del ocre perpetuo de Pizzolatto al mundo «real» y al verde gélido de «la zona». Tarkosvky nos habla también con los colores. Nos alecciona, nos maldice, nos provoca. Su pesadilla es nuestra pesadilla. El director de fotografía: Alexander Knyazhinsky, filmó en dos centrales hidroeléctricas desiertas en el río Jägala, cerca de Tallin, Estonia, aprovechando cada resquicio tonal donado por Dios. Allí es que se cocina, entre hálitos cancerígenos y atipias respiratorias, una crítica despiadada al materialismo marxista, a la pseudociencia excluyente del imaginario colectivista que rehúsa a desbordar los márgenes de la conciencia. Tarkovsky, desde su sitial vigilado, desde el centro del avatar panóptico que lo acecha y condena, supo poner en jaque a los estrictos guardianes de la anti fe, tan o más fanáticos y militantes que las legiones del Cristo crucificado. De allí el resultado terrible de su triste final, muriendo en el exilio, a la sombra de su Stalker memorable. ¡A la sombra de su obra!

3013

Me resulta muy curioso cómo aquellos compatriotas que cumplen a cabalidad, por sus ideas y por sus acciones, con los estamentos de la izquierda tradicional, acusan y califican a otros de “izquierdosos” en aras de disminuirlos o agraviarlos.

Les digo que me resulta curioso y hasta simpático. Claro, es esa especie de simpatía amarga que emerge del tufillo insoportable de la doble moral y la ignorancia. Se creen, estos personajillos, que por oponerse de cierta forma al horror del castrismo, ya pueden ser considerados de derechas.

Y aún más! A los verdaderos conservadores los califican de extremistas! Es como para carcajearse sonoramente. Lo que les dije: ignorancia y oportunismo casi a partes iguales.

(Por cierto, todos estos nuevos anticastristas a mí me consideraban un extremista cuando le llamaba al castrismo tiranía. Todo muy risible y hasta ridículo)

3012

De vez en cuando es necesario recordarlo. La madrugada del 4 de Noviembre del 2020 el presidente Trump ganaba los cinco estados electorales claves por una diferencia entre 8 y 16 puntos sobre su retador del partido demócrata con más de la mitad de los votos escrutados. El conteo de boletas, súbitamente, se detuvo por varias horas sin una razón establecida y ya hacia el amanecer se reanudó, trayendo consigo la “sorpresa” de que Joe Biden había, contra toda lógica matemática y estadística, remontado una desventaja a todas luces imposible de superar. Luego, la apoteosis.

(Por cierto, hoy no había gasolina en la barriada y un galón de leche y doce huevos me costaron la friolera de 9 dólares en el supermercado vecino)

3011

Conocí a Emilio Ichikawa en el año 2006, durante aquellos tiempos tremendos de la “blogosfera cubana”, cuando yo escribía una bitácora muy crédula y naive (lo que creamos siempre es reflejo de lo que somos, en este caso específico, de lo que fui) bajo el seudónimo de Camilo López Darias. Recuerdo que el japonés me invitó a jugar fútbol y luego se hizo habitual juntarnos en casa de Papucho. Precisamente en una de esas reuniones conocí a Armando de Armas. Antes me había tropezado en el mismo lugar con gente como Carlos Alberto Montaner, Alina Fernández, Omar Santana y tantos otros. Eran tiempos en los que la quimera de la caída del castrismo era aún una especie de reallidad palpable. (Cuanta ingenuidad. La maldad es incombustible, sobre todo cuando cuenta con la complacencia de todo y todos)

A Armando de Armas lo conocí cuando ya había comprado en la librería del gordo Salvat su Mitos del Antiexilio, un librito pequeño pero sustancioso que establecía desde entonces una tesis conocida pero no muy comentada entre los círculos de cubanólogos y especialistas de la época: el peso excepcional del anticastrismo político estaba permeado y constituído desde siempre por la izquierda socialdemócrata que había regido los destinos de la isla desde su independencia. Enfrentarse, para un lector serio, a una sentencia de tal envergadura, no es más que una invitación a pensar y repensar los acontecimientos de la historia de la República, lo que nos lleva a su vez a establecer razones que expliquen el advenimiento del castrismo.

El fallecido historiador Antonio de la Cova realizó un excelente trabajo como archivero, recopilando todas las comunicaciones que se establecieron entre la embajada norteamericana de La Habana y el Departamento de Estado en Washington desde los años previos a la revolución del 33 hasta poco después del triunfo del castrismo. Leer tal tipo de información de primera mano me ayudó a derribar ”mitos” fundacionales como el del voluntarismo estoico y solitario del castrismo, o el de Batista como el “hombre fuerte de los americanos”, o aquel que establecía que el comunismo criollo fue antimachadista casi desde el inicio, entre tantos otros. Probablemente jamás habría descubierto la valiosa información de de la Cova sin el Mitos de Armando de Armas.

Hay obras que son determinantes en el entorno intelectual y personal de cada uno de nosotros. De cierta forma, lo que lees modela también en buena medida lo que serás y lo que eres. A mí me han influido desde aquel libro infantil que mi maddre me compró en la librería de Colón algún verano caluroso de finales de los setenta y que aún recuerdo con cariño (Jorgito el Goloso) hasta los textos más profundos de un Nietzsche o de un Kozick, pasando por toda la obra de Eco o por El Maestro y Margarita de Bulgakov, o por las dos obras cardinales de George Orwell o por la literatura de K Dick o por la cuentística, los ensayos y poemas del maestro Borges (lo he leído completo!) o toda la obra noir de Dashiel Hammett, Raymond Chandler, James Mallahan Cain y Norm McDonald… el propio Faulkner… Pues bien, dentro de mis influencias es válido citar a Mitos del Antiexilio del maestro y amigo Armando de Armas como una obra vital, porque despertaría mi curiosidad intelectual desde una perspectiva iconoclasta y ayudaría en cierta forma a modelar la visión que tengo sobre ciertos tópicos mundanos. A ustedes les digo: lean el Mitos del Antiexilio y oblíguense a sí mismos a no ser crédulos ni complacientes. Me lo agradecerán con creces.

3010

El allanamiento a la mansión del ex presidente Trump, más que un hecho es una advertencia:: “Tú, alfeñique insignificante que te atreves a ondear la bandera de una libertad inexistente, no te metas con nosotros, no te atrevas con el poder, porque tarde o temprano terminaremos yendo también por ti”.

3009

La irrupción del FBI de manera estentórea en los predios de la residencia del presidente Trump en West Palm Beach para ejecutar algún registro es ciertamente un escándalo y una vergüenza para una nación que se precia de ser la luz y guía de la democracia y la justicia en todo el mundo (pamplinas!)

Pero a aquellos que albergan esperanzas de que una vuelta de tuerca pueda suscitarse de alguna manera tras un acto de apariencia (y solo de apariencia) tan “desesperado” por parte de una institución que nunca ha sido autónoma sino que siempre ha respondido al “gobierno” de turno, les aconsejo: hold the horses.

Señores, no ha existido en la historia de la nación mayor horror que el suscitado en noviembre del 2020 cuando, en aquella infausta madrugada electoral en que el presidente Trump ganaba holgadamente, el conteo se detuvo en toda la nación para luego recomenzar con un candidato opositor que ya, de buenas a primera, remontaba una ventaja imposible desde el punto de vista matemático y estadístico, para terminar “imponiéndose” en los cinco estados claves que determinaban el resultado electoral.

Era en aquel entonces que la “furia irredimible” del pueblo debía de haberse manifestado. El 6 de enero fue, quizás, el episodio idóneo para barrer con políticos de uno y otro lado y extirpar el cáncer de la putrefacción burocrática y social. Pero los pueblos no determinan absolutamente nada, amigos míos. Menos los pueblos sonsos y pusilánimes (que son y somos todos).

Ahora ya es demasiado tarde. No importa la furia que pueda atesorar el presidente Trump ni la molestia de sus seguidores. A quienes aspiren a un cambio por la vía electoral les recuerdo que el antitrumpismo furibundo es un fenómeno bipartidista y, en los estamentos del poder, universal. Y también les recuerdo que quienes cuentan y contarán los votos serán siempre ellos. La única posibilidad que aún persiste para la justicia es la violencia irrefrenable y esa no la van a ejercer ni ustedes ni nosotros. Así que bon voyage

3008

Aclaremos un punto: Ana de Armas es una actriz extremadamente mediocre en términos histriónicos. Su elección para representar a Marilyn Monroe puede haber estado determinada por cierta remembranza fisionómica, pero sobre todo por todo ese “amplio” concepto que carcome al Hollywood moderno: la inclusividad. Déjense de ese falso y ridículo sentimiento “patriótico”, que de no haber sido Ana la escogida, habría sido Camila Estela Huruapan, nunca una rubia platinada sajona.

3006. LOS HERMANOS PARODI EN EL IMPERIO

He visto Rocco E I Suo Fratelli (1960) en una copia original restaurada por la Cinemateca de Bologna y el L’Immagine Ritrovata Laboratory bajo la supervisión especial del director de fotografía original Giuseppe Rotunno. El negativo primigenio fue restituido en 4K y las dos escenas editadas luego del debut del filme en el festival de Venecia en 1960 aparecen íntegras en esta versión. También se incluye una escena removida del último carrete y que había sido preservada por el Archivo Histórico de Arte Contemporáneo de la Bienal veneciana. Todo este trabajo fue completado en el mes de abril del 2015. Rocco E I Suo Fratelli es el último Visconti en su etapa neorrealista. Homosexual, católico, comunista primero y luego anticomunista y uno de los principales objetores de conciencia del movimiento estudiantil de 1968, al cual llegó a equiparar con el advenimiento de un nuevo fascismo, Luchino influenciaría la forma de hacer cine posterior de una manera solemne, sobre todo a los realizadores del llamado nuevo cine norteamericano: Coppola, Scorsese, Schrader y tantos otros. Después de Rocco, el estilo de Visconti perdería los vestigios de naturalismo entregándose, tal y como alguien acertadamente notaría, a los artificios del rococó y al esplendor aristocrático.

La obra, inspirada entre otras cosas en un episodio de la novela «Il ponte della Ghisolfa» de Giovanni Testori, nos muestra el choque social y cultural entre el sur agrario italiano y el norte industrial y moderno. Rocco E I Suo Fratelli no deja de ser un ejercicio socialmente conservador, si entendemos que hablamos del conservadurismo típico del «comunitarismo proletario europeo» de mediados del siglo pasado. Los guajiros en la Habana del ex imperio romano, vaya; en este caso el Milán frío, húmedo y eternamente nublado de Visconti. Visconti siempre tuvo la virtud y el inmenso talento de reflejar con mucha gracia y también con una buena cuota de realismo el carácter colectivo del italiano medio, esa «malicia» del pillo de turno. Es Visconti una especie de Cervantes del cine italiano, cosa más notable en su etapa neorrealista, justo antes de las inmensas producciones de época o su período alemán. Visconti habla sobre la cotidianidad y sus miserias con una presteza formidable. Rocco E I Suo Fratelli está estructurada como una pieza fundamentalmente oral, y todo el aspecto academicista de la cinta gira en torno a tal obviedad. Visconti es sobre todo un narrador de hechos humanos y en ello se concentra.

Visconti remarca el carácter matriarcal de la cultura latina, específicamente la italiana rural. Sus personajes femeninos son extraordinariamente fuertes y poderosos. Katina Paxinai, la monumental actriz griega, luce soberbia como la matrona de la familia Parondi. Visconti también sitúa a la «femme fatale» en el centro del drama, como ya antes lo había hecho en su Ossessione. Annie Girardot es la ragazza troia que se interpone entre los dos hermanos. Una muy joven y talentosa Claudia Cardinale, por otro lado, sino la más emblemática de las actrices italianas, al menos la más hermosa, hace aquí una de sus primeras apariciones de esas que roban el aliento. Visconti no pierde el tiempo en devaneos y va directo al hueso. Su narrativa en Rocco es deudora del cine clásico norteamericano. En una época en que las nuevas olas europeas se alejaban de Norteamérica, Visconti se acercaba. No toma riesgos estéticos, excepto con los picados y contrapicados de la escena de la ruptura entre Rocco y Nadia o en el contrapunteo rítmico entre la pelea definitoria de Rocco con la destrucción final de Simone, el hermano díscolo y obsesionado y la propia Nadia.

La narrativa de Visconti es quirúrgica y tradicional. Rocco es un melodrama, hiperbólico, exultante, operático en su tramo final, donde se enfrentan dos caracteres, dos estilos de existencia, dos maneras de actuar frente a la vida: el tradicionalismo compasivo de Rocco y la oscura amoralidad de Simone, en medio de otras ramas que se bifurcan en la complejidad de la existencia, como la ética estricta del hermano Ciro o el pragmatismo existencial de Vicenzo. Delon que en aquel entonces era una especie de James Dean galo en pleno ascenso, cumple con las expectativas de cargar el pesado fardo del personaje principal; Visconti le entrega las llaves de su monumental historia. Y el resultado conclusivo es límpido como agua cristalina; al decir de Dana Stevens, crítica del NYT: «Ni la intimidad de barrio de Mean Streets ni la grandeza de las películas de The Godfather son imaginables sin el ejemplo de Visconti». Que el maestro italiano haya parido tal cosa bebiendo del clasicismo hollywoodense para luego ayudar a terminar con el mismo… no es poca cosa.

3005

El hecho de que un Donald Trump se preste para la farsa electoral de estar apoyando a tal o más cuál candidato (muchos de ellos tradicionales anti conservadores, por cierto) para las elecciones venideras, demuestra un par de cosas. Primero, que la falacia de la democracia occidental es un hecho establecido y muy probablemente inalterable. Segundo, que el “pantano” terminó por engullirse a todos.

Sean serios, señores!

3004. VEN Y MIRA EL INFIERNO DE LOS HOMBRES

«Cuando abrió el cuarto sello, oí la voz del cuarto ser viviente, que decía: Ven y mira. Miré, y he aquí un caballo amarillo, y el que lo montaba tenía por nombre Muerte, y el Hades le seguía»

Apocalipsis 6:7-8

La vi en Cuba hace muchísimos años cuando fue estrenada en cine. Tenía yo casi la misma edad de Flyora. Probablemente tenía también sus mismos sueños y esperanzas. «Idi I Smotri» (Ven Y Mira-1985), la obra de Elem Klimov, es un horror inacabable como el foso del Palatino. Aun así somos capaces de admirarla con estoicismo tal y como cada día nos sorprendemos de la maravilla que es la vida.

La segunda contienda fue el apocalipsis. Y Bielorrusia… Dite, que alberga los últimos círculos del infierno. No hay heroicidad en guerra alguna, sólo dolor y horror y muerte, nos dice Klimov. Su testimonio es de aquel que advierte de la tragedia, o que simplemente la precede a la usanza de la garza, ese símbolo estético imaginado por el realizador para evocar a la tragedia y al oscuro final.

Flyora es un niño de catorce años que quiere unirse a los partisanos. Necesita un fusil con el que librar la guerra. La muerte se combate con la muerte, aunque esto sea un concepto demasiado cruel y extraño para un muchacho cualquiera. Pero es la realidad. Es el secreto que se repite una y otra vez a lo largo de la historia y de las generaciones. Flyora lo experimentará en su propia carne. Peor aún, Flyora lo experimentará en su alma.

A Klimov no le tiembla la mano para filmar las escenas más brutales que puedan imaginarse, como la quema de la aldea bielorrusa, donde tras tanta muerte y desolación, tras los graneros ardiendo en fuego del infierno y los gritos y el horror, tras todo el circo sangriento y la crueldad inacabable de los asesinos (ese concepto amorfo y, sobre todo, humano) subyace el parangón insoslayable de la voracidad del ser.

Tras ajusticiar a los soldados alemanes apresados y a los cómplices bielorrusos luego del resultado de alguna confrontación que jamás se nos revela, Klimov se regodea en pasear su cámara fría e impávida por los rostros de los muertos, como antes lo hizo para mostrarnos a las víctimas de los germanos abrazadas por el fuego. No es ya el realismo ruso de la posguerra, sino el hiperrealismo soviético pre Gorbachov.

Todo el estado anímico de la obra Klimov nos lo revela a través de los primerísimos primeros planos hiperrealistas del rostro de Aleksei Kravchenko, actor capaz de trasmitir el horror del asomo hacia el averno, a pesar de su amateurismo. Él es el Frodo imaginado por Tolkien, que atisba el fuego ensangrentado del ojo de Saurón.

Cuando Flyora dispara al cartel del Hitler «liberador», la historia retrocede. A cada disparo, un paso atrás de las tropas nazis; Bam! y los Einsatzgruppen retirándose de los caminos polvorientos de la Europa oriental; Bam! y las masas de adoradores del führer retractándose de sus saludos; Bam! y las avenidas de Berlín vaciándose previo a los actos multitudinarios nazis; Bam! y el propio Hitler en el regazo de su madre con ojos inocentes y curiosos… Entonces Flyora que ya no puede disparar.

Klimov destruye el circo perpetuo de la muerte, un acto realmente naif que establece el ideal utópico de la paz por mediación de la detención de la violencia. Pero la crueldad, que además ha seguido manifestándose en forma de confrontaciones militares desde siempre, también puede encontrarse en los contornos de la vida diaria, garantizándose así su imperturbabilidad perpetua. No es una cosa mala ni tampoco buena. Es sólo parte de la naturaleza humana. Y «Idi I Smotri», a pesar de su intención, es un recordatorio innato de tal cosa.

3003

A los cinéfilos que estén subscritos a Amazon Prime les recomiendo una película de mitad de los cincuenta dirigida por el maestro Joseph L. Mankiewicz que se llama Guys And Dolls y que tiene en su roster a un Marlon Brando en el pináculo de su carrera, a Frank Sinatra, Jean Simmons y Vivian Blaine. Es un musical colorido, simpático, ligero… un fiel reflejo de la maravillosa década de los cincuenta. Y posee varias curiosidades: la enemistad entre los dos actores protagónicos, la negativa de Mankiewicz de contratar a Marylin Monroe para el rol de la Blaine, el hecho de que las escenas en “La Habana” fueran filmadas en una falsa ciudad de cartón (aunque Brando pasaría por Cuba en una muy promocionada visita)… El filme es una adaptación de una obra de teatro escrita por Jo Swerling, la misma que adaptaría a su vez una novela de Ben Ames William para el filme de John Stahl “Leave Her To Heaven” del cual les hablé hace muy poco en el ensayito sobre cine noir atípico que se publicó en Ego de Kaska. La cinta es buena y entretenida y cuenta con un ramillete de muy buenas canciones. Si tienes tiempo, échale un vistazo. Será rato bien empleado.