Mi madre, ya en el ocaso de una larga y productiva vida, sigue adorando a la cocina como ese lugar que salva y que redime. Es una especie de refugio al cual asirse, en tiempos malos y buenos, miserables y mejores. Hay una especie de gozo en alimentar a los demás, en ver alimentarse al resto. Para Juzo Itami, el infausto realizador de Kyoto, como para mi madre, es una realidad sin cortapisas, un hecho consumado.
Su Tampopo (1985) es mágica y voyeurista, y posee ese aire malvadamente fantasioso que tanto nos recuerda a los futuros Gillian y Jeunet, aunque Ebert la compara con Jacques Tati. Lo cierto es que esta pieza es alegre, inolvidable, sensual. Es un tratado apoteósico sobre el Ramen, o sobre el Japón, o sobre el cine, o sobre las artes y las gentes. No es una indagación sobre el choteo, sino sobre el Ramen, pero con el descaro de Juzo Itami y no el gesto adusto de Mañach.
Acá tenemos al Ken Watanabe de Black Rain y a la Nobuko Miyamoto del propio Itami celebrando el esfuerzo y el trabajo de la gente común y emprendedora en una oda al capitalismo más básico y primario donde se premia el sacrificio propio y no a las regalías de cualquier gobierno. Y es cierto, no es una película redonda. Juzo Itami pierde el ritmo de la narración más de una vez y devanea entre escenas que poco o nada aportan al tronco de la historia. Pero aun así su locura es notable y entrañable, como aquel coro de homeless entonando canciones o narrando la experiencia de beberse un tinto de Burdeos. Lo que les decía antes, un pre Jeunet asiático.

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