
«Hijos del lobo Fenrir, liberaos de vuestra carne. Los lobos aullarán en la tormenta de Odín. Los guerreros caerán cuando la garra del oso golpee. Lucharemos hasta Valhöll. Hasta que volvamos a la forma humana. Sin miedo, beberemos la sangre de las heridas de nuestros enemigos. Juntos nos enfureceremos en el campo de batalla de los cadáveres. ¡El Padre de la Guerra nos manda! ¡Transforma tu piel hermano!¡Conviértete en tu furia!»
Robert Eggers es el esteta maldito de la nueva historia. Un poeta de la negritud del alma que enlaza a las eras y a los hombres, y les construye un puente de escalones endebles para atravesar los fuegos del averno y las trampas del alma. En su obra merodea el fantasma de Poe. Por allí se pasean las hechuras de Eisenstein, de Saura y de Tarkovski. Ya les había comentado antes, bastó «The Witch» (2015) para que Eggers se nos revelara como un genio incomprendido y loco que venía a sacudir el rutinario mundo en que vivimos. Y así fue, porque su magistral «The Lighthouse» (2019) lo corroboró con creces.
Y ahora «The Northman” (2022) es el nuevo ljóð macabro y pestilente sobre el que se eleva la locura implacable del endiablado Eggers, que recurre a la magia negra de los brujos nórdicos para narrarnos una historia de venganza terrible y de oscuros presagios, donde los héroes no visten el inmaculado velo de la castidad moral y donde las vísceras son el recordatorio perpetuo de la falibilidad humana. Toda la obra es una pesadilla salvaje, una ilusión onírica donde el terror nos revuelve los sueños y las ansias. Es tan desproporcionada la ambición del infierno de Eggers que cada imagen es una inmensidad brutal de desparpajo sin fin. Aquellas llamas centelleantes que Miguelito el pintor veía en los ojos de quienes se le tropezaban en las calles de la Habana durante sus episodios psicóticos de esquizofrenia están aquí, taladrando nuestras almas de meros espectadores impotentes que acaso si alcanzamos a descifrar la grandeza de todo cuanto acontece alrededor.
Eggers es un esteta, un maestro pictórico de la nueva era que acometemos sin fiereza, con la parsimonia de las cabras que se dejan guiar al matadero. Sus gritos desgarradores en medio de las planicies semi heladas de la remota Islandia no son más que el eco de todo cuanto ha sido nuestra historia, la de los hombres y las almas: una violencia inacabable de misticismo y fuerza. Allí donde el Amleth de la historia alza su espada, no campea ni el honor ni la gloria, sólo el destino irreversible que nos obliga a sobrevivir por una causa. La sed de venganza del príncipe frustrado no es otra cosa que la derrota magnánima de todos. Y Eggers nos lo cuenta con la explosividad de un bourbon de alto proof, porque si todo dependiera del almíbar azucarado de los espíritus débiles, entonces jamás seríamos testigos de la perdurabilidad de la grandeza.
(Todo esto, por cierto, a pesar de ser la primera pieza dirigida por Eggers para el Hollywood establecido y brutal; y a pesar de las injerencias de los mercenarios de las compañías productoras. Y otra cosa importantísima y vital: Eggers no hace ni siquiera, durante todo el tramo del metraje, una mínima concesión a la corrección política que hoy domina el discurso cultural a nivel global, lo cual es mucho)
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