3095

Qué importancia atesora la literatura en los tiempos que corren? Lamentablemente ninguna. La literatura ha muerto, en el sentido de la relevancia de modelar o tan siquiera, de ser un testimonio del mundo en que vivimos. La literatura, claro está, se alimenta de sus lectores. Y cuántos lectores sostienen la realidad de la literatura como asunto relevante o, incluso, trascendental? Si acaso una esmirriada minoría. A la literatura le ha dado un patatús en esta nueva era donde otras tantas cosas también comienzan a morir o han muerto. Entonces, qué relevancia atesora un premio literario dado, para colmo de males, por una dictadura sangrienta y profundamente antihumana que si acaso algo no le importa es precisamente la literatura? No alcanzo a entender el entusiasmo “literario” de aquellos quienes, mientras aseguran que la política no es de su incumbencia, cosa loable, corren a redimir no a un poeta cualquiera sino a un ministerio de cultura que, como el de la Verdad de Orwell, no hace cosa que tratar de validarse a sí mismo entre aquellos incautos que aún creen que la literatura atesora algún valor? Señores, el premio nacional de literatura es tan sólo comida para posts ya casi en año nuevo. Y nada más.

3094

A Antonio Ricci le robaron la bicicleta en la Roma destruida de post guerra. A mí en el Vedado de los noventa. Ricci la necesitaba para poder trabajar y sustentar a su familia. Yo para ir hasta el hospital Fajardo y el policlínico Rampa en aquellos duros años del post graduado. Ricci y yo, flacos y desgarbados, intuíamos que el futuro dependía del esfuerzo y no sólo de la providencia, aunque ambas cosas estén relacionadas. La inocencia de Ricci, por cierto, no era la mía. Mientras él pegaba afiches de Rita Hayworth en las paredes con su “viola” desenfundada y virgen asida a la pared, yo aseguraba la mía a la baranda de la escalerilla de aquel edificio de la calle G con un candado herrumbroso. El resultado fue el mismo. Y Ricci tuvo que robar una nueva bicicleta mientras yo me largaba de Cuba y de La Habana. A Ricci lo atraparon. A mí no. El destino de Ricci jamás fue revelado por De Sica. Y el mío, inexorable, será el mismo de todos.

El horror de la guerra parió al neorrealismo italiano, entre la pobreza de la gente y la ilusión de una bestia roja que terminaría devorando todo: naciones, riquezas y hasta almas. Y mientras un Visconti terminaba alejándose de la ilusión malsana, Vittorio De Sica no sobreviviría al cáncer de pulmón. Roberto Rossellini, por cierto, echaría a andar la rueda de ese nuevo estilo con Citta Aperta (1945), aquella pieza donde Anna Magnani es ametrallada frente a su hijo y sus vecinos y donde una Roma enferma le mostraba sus heridas al mundo. Ladri Di Biciclette (1948), de Vittorio De Sica es la lógica consecuencia, el paritorio mayor de los impulsos de Rossellini. Y su bicicleta robada el símbolo mayor de una era sepultada en el tiempo.

3093

Montgomery Clift fue una de las cuatro patas de la mesa. Marlon Brandon, James Dean y Paul Newman las otras. Clift, de final trágico tras una vida de pesadumbres y dolores, iluminó con su talento, adquirido en parte en el Actors Studio de Lee Strasberg y Elia Kazan, el filme A Place In The Sun (1951), una pieza que en su momento llegó a ser considerada como una obra monumental, pero que a la luz de estos tiempos ha perdido, quizás, algo de fuelle. La cinta dirigida por George Stevens es una aproximación algo engolada a la América dura de la post guerra. No obstante, se puede vislumbrar, más allá del melodrama exacerbado en ocasiones, un genuino hálito de tristeza y de dolor.

La adaptación de la novela de Theodore Dreiser, enmarcada en los rígidos patrones del clasisismo vivencial de la América dorada, explora temas sociales desde una óptica policiaca. Es decir, es una historia de crimen, como casi todas las grandes obras. La mano de Stevens, en ese sentido, es férrea y comedida y logra una segunda mitad sólida y bien armada. La hermosa Elizabeth Taylor es el complemento ideal a la figura de Montgomery. Fuera de ello, el filme no puede desprenderse de ese tufillo a naftalina tan típico de los baúles antiguos y de los trastos viejos. Y es que A Place In The Sun es eso, un testimonio exacto de los tiempos ya pasados, un espíritu pretérito y arcaico de una vida más plácida y mejor.

3091

Zelenzky estuvo en el congreso norteamericano, “pullovito” entallado y barba de tres días, dando un regaño público a los políticos yumas y pidiendo más dinero para la causa de la sufrida nación ucraniana. Su interlocución, plagada de recriminaciones y exigencias, fue aplaudida a rabiar por los parásitos bipartidistas que pueblan ese antro. Ovaciones frenéticas, aplausos interminables, muestras soberbias de admiración orgásmica…

Sólo nueve representantes se negaron a prestarse a la comedia circense. Sólo nueve entre 435! Y quiénes fueron esos “impertinentes” que se resistieron al clamor cucaracheril que los rodeaba? Pues bien, los de casi siempre, los rebeldes necesarios para toda causa, los atravesados imprescindibles que retan pero que también validan la realidad circundante. Matt Gaetz, Lauren Boebert, Andrew Clyde, Diana Harshbarger, Warren Davidson, Michael Cloud y Jim Jordan.

3089

El trumpismo, que alguna vez significó una bocanada fresca de inconformismo y libertad y que rigió de manera estupenda a lo largo de tres años (hasta el advenimiento de la histeria del covid), murió en enero del 2021 tras la puñalada artera del noviembre anterior. Ayer velaron el cuerpo pútrido y pestilente vendiendo estampitas marvelianas.

Tétrico final

3087

«Yabu No Naka No Kuroneko» (1968), conocida simplemente como Kuroneko o Black Cat o Gato Negro es una historia linear, concisa y extremadamente bizarra sobre el amor y el deber. La pieza de Kaneto Shindô, estructurada visualmente según muchas de las reglas del teatro kabuki, peca de ingenuidad y hasta muestra en metraje momentos francamente cursis, pero aún así es capaz de trasmitir una idea central que siempre nos atosigará: ¿es capaz (¿y es justo acaso?) que el deber ético o moral, que el voluntarismo se imponga a la biología del amor? No estoy seguro si muchos de los críticos que han revisitado la obra de Kaneto Shindô hayan reparado en esta argumentación (que es la pregunta en sí misma) clave a la hora de intentar buscar respuestas que expliquen la metáfora de la venganza que el maestro nipón plasma en su historia de fantasmas. Yo personalmente creo que al estructuralismo heroico del carácter asiático, Shindô intenta contrarrestar el pragmatismo existencial del ser humano. Como era de esperar en el Japón de los sesenta, el honor de la espada sobrepasa a la pasión del affaire y hasta a la adoración materna. ¡Todo un homenaje pre póstumo a la obra de Yukio Mishima!

3086

«Kwaidan» (1964), del maestro Masaki Kobayashi, no es más que el espíritu ascético oriental construyendo la entelequia del terror. Voluntad eidética que se constituiría en prolegómeno del cine japonés de horror postrero. ¿O acaso de dónde nacen Hideo Nakata, Takashi Shimizu y los otros? Las historias narradas por Kobayashi rebozan de una tristeza hermosa; y me refiero a una belleza no sólo conceptual sino, y sobre todo, estética… Los portones semi abandonados de Kurokami, los horizontes teatrales de Yuki Onna superpuestos sobre paisajes tremendos, las batallas espectrales en medio de acuarelas amarillas del Miminashi Hōichi no Hanashi, las ciudadelas grisáceas de Chawan no Naka que palidecen ante el ocaso…
Como espectáculo de horror, los cuentos de Kobayashi han perdido vigencia. Se han rendido ante lo explícito del presentismo en el arte de atemorizar. Persiste la inquietud del alma, eso sí, pero el sacudón gráfico del miedo no es asunto que compete a «Kwaidan». Y sin embargo, la angustia nos embarga cuando el esposo samurai descubre que la casa de sus recuerdos es una ruina de muerte y desolación, cuando el leñador Minokichi atisba la palidez mortuoria en su esposa que teje, cuando el infortunado Hoichi es tatuado con caligrafía viva para evitar el llamado de los reyes muertos, y cuando el rostro terrible y sardónico de Shikibu Heinai se asoma en la taza del guardián Sekinai…
El resto, amigos míos, es bruma…

3084

Este Knob Creek huele a madera, a un aserrín redondo teñido de caramelo. Y hay chocolate negro y nueces y cáscara seca de naranja en integración perfecta con el alcohol. (Que son 50 grados!). En boca la suavidad persiste. Hay sobre todo caramelo y ya en menor medida vainilla y miel. La madera tostada es el background perfecto. El escozor de las especies orientales y la pimienta negra y el jengibre inauguran la fiesta del picor. En copa es de color castaño y en las paredes, grueso. No posee la redondez ni la magnificencia de un Wild Turkey 101, pero aún así es superlativo. Disfrútalo como aperitivo de un T bone a la parrilla o como acompañante de un delicado queso azul.

3083

La pérdida de la humanidad a la que aludía el matemático Shafarevich, llegará de manera literal no por la imposición de un sistema político determinado o de una ideología tradicional, sino de la mano de los poderosos altruistas que hoy en día sostienen la idea de la «perfección humana» por medio de la «apoteosis de la tecnología». El punto es: ¿de qué sirve la trascendencia absoluta si en el camino perdemos nuestra humanidad? Para los cortos de mira, los imberbes, los facilistas del presentismo, los crédulos extremistas, la respuesta es simple y obvia.

3082

El gran C. S. Lewis a quien nadie escuchó en su tiempo:

«El proceso que, si no se frena, abolirá al Hombre, avanza rápidamente entre los comunistas y demócratas no menos que entre los fascistas. Los métodos pueden (al principio) diferir en brutalidad. Pero muchos científicos de ojos apacibles, muchos dramaturgos populares, muchos filósofos aficionados entre nosotros, significan a la larga lo mismo que los gobernantes nazis de Alemania. Los valores tradicionales deben ser ‘desacreditados’ y la humanidad debe ser recortada en una nueva forma a voluntad (que, por hipótesis, debe ser una voluntad arbitraria) de unas pocas personas afortunadas…»

3080

Las revelaciones dadas a conocer por Musk sobre la inmensa componenda entre instituciones gubernamentales, políticas y la prensa para salvarle el trasero al hijo corrupto y enfermo del futuro “presidente” de la nación no debieran sorprender a nadie. Era cosa sabida, aunque todo el ”progrerío” en conjunto, el antitrumpismo y hasta algunos trumpistas que se niegan a aceptar la muerte del excepcionalismo norteamericano lo hayan negado en su momento, calificando como “conspiracionistas” a aquellos que señalaban que el FBI, el departamento de estado y representantes ciudadanos de ambos partidos intentaban sacar del poder al mandatario molesto y atravesáo.

Todos ellos seguirán negando el fraude, por supuesto, a pesar de las evidencias estadísticas y matemáticas que enmarcan al triunfo del “bidenismo” como un imposible práctico. Y negarán también, ya sea con su voto inocente y bonachón o con la incredulidad que otorga la costumbre, la muerte absoluta del excepcionalismo norteamericano, aquel que llegó a legarnos con certeza la cuasi ilusión de la libertad del hombre.

América (en el sentido del concepto territorial de los Estados Unidos) está muerta y enterrada, no sólo porque quienes han pujado porque tal cosa ocurra han alcanzado el éxito, sino porque la severidad del curso de la historia así lo ha determinado. Un nuevo mundo se abre ante nosotros, como aquel infierno inevitable del Apocalipsis bíblico. Nos acostumbraremos a morar en él. Y por lo pronto, no esperen culpables ni juicios sumarios ni castigos. Nada sucederá. Nada que impida que el “devenir glorioso del futuro” llegue para quedarse entre nosotros.

3079

Terry Gilliam dice que “ofender a la gente es muy importante en la vida, sobre todo ahora que las pieles son más finas”. Y en realidad ha cumplido con tal máxima haciendo gala de una elegancia indiscutible a lo largo de su vida artística, desde aquellos tiempos soberbios del Monty Phyton Flyng Circus (un aldabonazo que influiría a toda la comedia moderna, desde el otrora brillante Saturday Night Live neoyorkino hasta los Les Luthiers sudacas), pasando por ese trío de obras maestras cinematográficas legadas por el grupo, «Monty Python and the Holy Grail» (1975), «Life of Brian» (1979) y «The Meaning of Life» (1983) que, como especie de manifiesto, crearon una nueva forma de ver y hacer humor en el séptimo arte.

Pues bien, en 1985 Gilliam filmó «Brazil», la primera pieza de la que yo llamo su trilogía de la locura, donde podríamos también incluir a «The Fisher King» (1991) y «12 Monkeys» (1995), aunque en realidad casi cualquier obra del cineasta está teñida de ese hálito de esquizofrenia que a nosotros los testigos nos desvela y atosiga y persigue; como ejemplos ahí también podemos considerar a «The Adventures of Baron Munchausen» (1988) y «Tideland» (2005) entre algunas otras. «Brazil» es una extravagancia orwelliana, una distopia fatal, una pesadilla divertida sobre burocracia y autoritarismo, sobre vigilancia panóptica en una distopia futura prácticamente inevitable. Es una pieza seminal, por cierto, que estéticamente influyó al grandioso Jeunet y al conocido Tim Burton, por sólo citar a un par de notables ejemplos.

En alguna época del siglo XX un burócrata citadino comienza a sufrir visiones. Sam Lowry (un joven Jonathan Price) se sueña como un ser alado que batalla contra el mal y conquista a una hermosa mujer (Kim Greist) mientras intenta sobrevivir en un mundo disfuncional y violento donde la casta administrativa prevalece sobre el resto. Gilliam, que jamás ha tenido pelos en la lengua, acomete contra todo lo conocido para dejar en claro que solo a la humanidad intrínseca que pernocta en nosotros le asiste alguna posibilidad de salvar nuestras almas. Situado desde mediados de la década de los ochenta en lo que podría denominarse como una especie de anarquía post ideológica, el realizador de Minnesota mezcla una visión profundamente perturbada de la realidad con la ensoñación onírica de lo metafísico. Su antihéroe Lowry es un poco también el loco Parry de las calles de la gran manzana que aspira a reconquistar el cáliz con la sangre de Jesús, y el delincuente Cole que viene del futuro a contarnos sobre el Apocalipsis de la vida o la Jeliza-Rose que es testigo, desde la inocencia más terrible, de como su padre se pudre en la sala de la casa. El universo es kafkiano en toda su inmensidad.

De más, probablemente, está decir que Gilliam no podría replicar hoy en día lo que hizo con «Brazil» en plena época reaganista. El propio realizador lo intuye. «Ese miedo a ser atacado por tener una opinión diferente es tribal. Volvemos a tiempos primitivos», dice. Y sin embargo parece estar consciente de su propia aura de predestinador fatal. « Debes tener cuidado con lo que satirizas porque se hace realidad» afirma e imagino que por dentro se sonríe y horroriza al imaginar a su «Brazil» conquistando el futuro.

3078

El maestro desertor Isaburo Sasahara, vestido de kimono blanco y armado de su katana y de su tanto a la usanza daisho del período Edo se enfrenta al guardián del portón, el samurai Tatewaki Asano, con su corte chonmage de la casta guerrera y su uniforme negro. La brisa despeina el arrozal perenne donde descansa Tomi a la espera del desenlace brutal. El cielo es la antesala del infierno. Y el infierno es la muerte.

Masaki Kobayashi, un genio, adaptó la novela de Yasuhiko Takiguchi para adornarla de belleza y dolor. Echó mano de Nakadai y Mifune y los enfrentó, bajo el estricto código moral de la guardia samurai y de los hombres, hasta el deceso mismo. Para el poeta de Otaru la defensa estricta del propio sentimiento humano fue la base primordial de su obra, y también de este filme, el magnífico « Jôi-Uchi: Hairyô Tsuma Shimatsu» (Samurai Rebellion – 1967).

Si el postrero Foucault diseccionó en sus obras la entelequia del poder, entonces Kobayashi lo reta, cosa propia de aquellos que aprenden que la humanidad entera no es más que el remedo de una sociedad idílica ilusoria. Y aún en los tiempos donde prevalecía el voluntarismo extremo y la crueldad de la civilidad en ciernes, la imperfección de los rebeldes se impuso, al menos en las fronteras de la «moral», a la desidia de la masa. Para Kobayashi, el hurra de los que no seguimos a nada ni a nadie.