
El maestro desertor Isaburo Sasahara, vestido de kimono blanco y armado de su katana y de su tanto a la usanza daisho del período Edo se enfrenta al guardián del portón, el samurai Tatewaki Asano, con su corte chonmage de la casta guerrera y su uniforme negro. La brisa despeina el arrozal perenne donde descansa Tomi a la espera del desenlace brutal. El cielo es la antesala del infierno. Y el infierno es la muerte.
Masaki Kobayashi, un genio, adaptó la novela de Yasuhiko Takiguchi para adornarla de belleza y dolor. Echó mano de Nakadai y Mifune y los enfrentó, bajo el estricto código moral de la guardia samurai y de los hombres, hasta el deceso mismo. Para el poeta de Otaru la defensa estricta del propio sentimiento humano fue la base primordial de su obra, y también de este filme, el magnífico « Jôi-Uchi: Hairyô Tsuma Shimatsu» (Samurai Rebellion – 1967).
Si el postrero Foucault diseccionó en sus obras la entelequia del poder, entonces Kobayashi lo reta, cosa propia de aquellos que aprenden que la humanidad entera no es más que el remedo de una sociedad idílica ilusoria. Y aún en los tiempos donde prevalecía el voluntarismo extremo y la crueldad de la civilidad en ciernes, la imperfección de los rebeldes se impuso, al menos en las fronteras de la «moral», a la desidia de la masa. Para Kobayashi, el hurra de los que no seguimos a nada ni a nadie.
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