Las revelaciones dadas a conocer por Musk sobre la inmensa componenda entre instituciones gubernamentales, políticas y la prensa para salvarle el trasero al hijo corrupto y enfermo del futuro “presidente” de la nación no debieran sorprender a nadie. Era cosa sabida, aunque todo el ”progrerío” en conjunto, el antitrumpismo y hasta algunos trumpistas que se niegan a aceptar la muerte del excepcionalismo norteamericano lo hayan negado en su momento, calificando como “conspiracionistas” a aquellos que señalaban que el FBI, el departamento de estado y representantes ciudadanos de ambos partidos intentaban sacar del poder al mandatario molesto y atravesáo.
Todos ellos seguirán negando el fraude, por supuesto, a pesar de las evidencias estadísticas y matemáticas que enmarcan al triunfo del “bidenismo” como un imposible práctico. Y negarán también, ya sea con su voto inocente y bonachón o con la incredulidad que otorga la costumbre, la muerte absoluta del excepcionalismo norteamericano, aquel que llegó a legarnos con certeza la cuasi ilusión de la libertad del hombre.
América (en el sentido del concepto territorial de los Estados Unidos) está muerta y enterrada, no sólo porque quienes han pujado porque tal cosa ocurra han alcanzado el éxito, sino porque la severidad del curso de la historia así lo ha determinado. Un nuevo mundo se abre ante nosotros, como aquel infierno inevitable del Apocalipsis bíblico. Nos acostumbraremos a morar en él. Y por lo pronto, no esperen culpables ni juicios sumarios ni castigos. Nada sucederá. Nada que impida que el “devenir glorioso del futuro” llegue para quedarse entre nosotros.
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