
«Kwaidan» (1964), del maestro Masaki Kobayashi, no es más que el espíritu ascético oriental construyendo la entelequia del terror. Voluntad eidética que se constituiría en prolegómeno del cine japonés de horror postrero. ¿O acaso de dónde nacen Hideo Nakata, Takashi Shimizu y los otros? Las historias narradas por Kobayashi rebozan de una tristeza hermosa; y me refiero a una belleza no sólo conceptual sino, y sobre todo, estética… Los portones semi abandonados de Kurokami, los horizontes teatrales de Yuki Onna superpuestos sobre paisajes tremendos, las batallas espectrales en medio de acuarelas amarillas del Miminashi Hōichi no Hanashi, las ciudadelas grisáceas de Chawan no Naka que palidecen ante el ocaso…
Como espectáculo de horror, los cuentos de Kobayashi han perdido vigencia. Se han rendido ante lo explícito del presentismo en el arte de atemorizar. Persiste la inquietud del alma, eso sí, pero el sacudón gráfico del miedo no es asunto que compete a «Kwaidan». Y sin embargo, la angustia nos embarga cuando el esposo samurai descubre que la casa de sus recuerdos es una ruina de muerte y desolación, cuando el leñador Minokichi atisba la palidez mortuoria en su esposa que teje, cuando el infortunado Hoichi es tatuado con caligrafía viva para evitar el llamado de los reyes muertos, y cuando el rostro terrible y sardónico de Shikibu Heinai se asoma en la taza del guardián Sekinai…
El resto, amigos míos, es bruma…
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